viernes, 16 de febrero de 2007

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La Revolución Perdida.





El deteriorado portón de madera de la chiquera rechinó un profundo lamento al ceder. Laura Kozinski surgió en el umbral y profirió un seco y ceñudo saludo. El rostro rojo, resollante, manchado de sangre tras la reciente escaramuza, los ojos grises y brillantes, el pelo negro arrollado en una larga trenza a la espalda, la piel bronceada. Sin dirigirse a nadie en particular pronunció muy seria.

- A los Mandos Revolucionarios... Paso a informar:
El control del “Para” en el llano ha dejado de existir. ¡Acaba de ser erradicado!
Bajas del enemigo: ¡Siete puercos pelánganos!
Bajas personales del destacamento: Tres.
- Lamentando la pérdida del Comandante en funciones Herrera Prado, lamentando la baja del Sargento Juan Pardo Quiñones y de la compañera y brava luchadora Susana Matías.

Seguidamente alzó el oscuro fusil kalashnikov, casi tan grande como ella, y con semblante crispado chilló.

- ¡Que viva la revolución! ¡Muerte a los Capitalistas!

Cinco chiquillos famélicos de apenas trece y catorce años la acompañaron, alzando no sin esfuerzo, otros tantos fusiles mayores que sus ajados cuerpecillos.

- ¡Viva, viva la revolución! ¡Muerte a los cerdos del valle! Aullaron.

Ella, sin despeinarse, añadió.

- Puesto que mi rango es el de Cabo de Primera, y dadas las bajas habidas, soy la siguiente en jerarquía, y desde este mismo momento paso a comandar el destacamento revolucionario Tihualaxa y decreto, que visto el incumplimiento y la traición habida por parte del Gobierno Tirano y Capitalista de nuestra doblegada nación, a la mañana misma que sale, el rehén, es decir el sirviente del capitalismo global que por desgracia impera en el mundo, será ejecutado de tiro en la nuca.

Los otros cinco se cuadraron y subrayaron.

- ¡A la orden de su mando!
Caminado sin hacer ruido se deslizó con soltura hasta la mesa mugrienta que había en el centro de la habitación rebosante de colillas y latas de raciones sin terminar. Tomó una de las botellas de tequila que aún estaban medio llenas y dio un ansioso trago. Efectuó un seco aspaviento con la mano y los chiquillos fueron saliendo uno a uno de la choza. Pero antes que el último saliera, agarrándolo de un brazo lo detuvo.

- ¡Soldado Teragua!

- ¿Si, señorita…?

- ¿Cómo ha dicho?

- Digo… Mis disculpas…. Comandante Kocinski.

- Bien. Disculpado.

- Humm.

- ¿Sí…?

- Le ordeno, Camarada Teragua, traiga a mi presencia de inmediato al rehén. Es mi deber informarle de su suerte.

- ¡A la orden de mi comandante!

En diez minutos un hombre alto, de un metro ochenta y tantos, sucio, delgado hasta los huesos, con barba y la ropa deshilachada de caminar por la selva; moviéndose siempre merced a los empellones que le propinaba el muchacho, surgió inclinándose para no golpearse contra el marco desgastado de la entrada.

- Pase pase... Lo recibió Laura acomodada en un balancín fumándose un puro.

- Sientese aquí, a mi lado.

Él la miró en silencio, con desconfianza. Sin esperar nada grato. Acostumbrado a las chanzas y bofetadas de los maleados críos que lo custodiaban.
Se reclinó sobre el suelo deslizándose de espaldas al muro de la choza. Una cucaracha rojiza y brillante que rondaba la pared de bambú se le subió al hombro y marchó sobre él haciendo oscilar sus apéndices, como si esperara alguna atención de su nuevo cliente. El rehén se la quitó de encima de una sobria sacudida. Laura se limitó a sacarse el puro de la boca y sonreír.

- Bien soldado Teragua, puede seguir con sus deberes. Déjenos solos.

- ¡A la orden de mi comandante!

- Ah y cierre bien la puerta. No vaya a colarse una chají.

- Qué… ¿qué es una chají? Preguntó el rehén por primera vez con curiosidad.

Ella, con el pantalón de miliciana subido hasta el muslo, se observaba una herida supurante en la rodilla. Alzó la vista para escrutarlo con atención y preguntó.

- ¿Cómo? ¿No las ha visto todavía? Son serpientes, unas víboritas verdes y venenosas. Si te pican no la palmas pero estás jodido una semanita.

El rehén tragó saliva, sentía sed pero no dijo nada. Aún no se decidía. Pero de golpe, desbordado por la abrumadora impotencia sufrida, dejó escapar con ímpetu.

- Ya… Y entonces… Qué de aquel chamaquito que murió ayer después de siete días. Qué me dice… ¿eh?

- ¿Pascual…?

Mientras bajaba los ojos sobre la herida ella lo miró de pasada y añadió.

- ¿No se ha fijado aún…? Son niños. ¡No hombres! Los mandan sus padres… Pobres pero orgullosos de enviarlos aquí. Y mueren igual que… ¡lagartijitas peladas al sol!

Levantó la vista un segundo y un destello de desesperación pareció circundar su semblante.

- ¿Quiere que la ayude con eso?

- Cómo…. Usted sabe de…

- No… No soy doctor si se refiere a eso. Pero ejercí de Auxiliar por una temporada.

-Ya… Y… ¿dónde?
-
En una O.N.G. en África.

Ella lo miró en silencio.
- Si me libera las manos a lo mejor...

- A ver. Dése vuelta.

Las manos del rehén estaban enrojecidas por las marcas de las esposas. Laura sacó la llave y se las abrió.
El rehén profirió un estruendoso bufido y comenzó a frotarse las muñecas.

- ¡Vaya! Las tenía tan dormidas como dulces angelitos…

Laura lo miró con desconfianza. Le apuntó con el revolver.

- No se vaya a mover o…

El rehén volvió las palmas de las manos y sonrió con nerviosismo.

- ¡Calma mujer…! No pienso mover un dedo.

- Mejor llámeme… Comandante. Puntualizó molesta.

- Bien… Comandante. ¿Quiere que le ayude?

- Sí… por favor…

El rehén, poco a poco, se incorporó. Su cabeza rozaba el techo de la choza. Se frotó las palmas.

- Vamos a ver, dijo.

Ella le ofreció con temor la rodilla a la vista.

- Oh, oh, está infectada.

- Eso ya lo sé yo.

- Pero… ¡Calma! Las he visto peores. No será preciso cortar, jejeje...

- ¿De qué se ríe?

- ¿Yo? De nada.... Pero sabe. Es la primera vez que en lugar de llorar me río en medio mes.

Ella sonrió y su rostro dejó translucir una belleza secreta, ya casi olvidada. El rehén se detuvo un instante mirándola embobado.
- ¿Qué mira? ¿Acaso tengo pelos en la lengua? ¿Soy tan fea…?

- No… Usted es… ¡bella…!

- ¿Ah sí? No me diga. Y qué me va a pedir ahora ¿Un salvoconducto?

- Exacto… ¿Cómo lo ha sabido?

- Todos lo hacen. Todos se declaran inocentes…

- Ja… ¿De verdad?

- Sí. Y trabajan para los capitalistas. ¿Usted también lo hace?

- ¿El qué? Trabajar para los….

- Capitalistas sí.

- Venga…

- ¡Comandante…!

- Comandante no me salga con esas ahora. Sabe tan bien como yo que su causa está perdida de antemano.

- Lo ve… ¿Lo ve? ¡Usted también apoya al capitalismo!

- No… Yo soy ciudadano del mundo.

- ¿Qué…? ¿Que milongas son esas? ¿Ahora dicen eso por ahí?

- Si, debería usted estar más conectada al mundo comandante.

- Se refiere a todas esas porquerías. A Internet, la televisión y esos trastitos que maneja el capitalismo para tenerlos a todos seducidos como a ovejitas ¿no?

- Bueno yo digo que no son tan malos… Ni tan buenos. Pero ahí están sí. Y los utilizo.

- Pues yo no, ni pienso. Se entera. Yo amo a Fidel y sobre todo al Che.

- ¿Fidel? Si, ha hecho cosas buenas pero también las hace malas. En cuanto al Che era un pobre idealista y lo mataron como a un cerdo, sin conmiseración. ¿Quiere morir usted también así?

- ¡Y por qué no! Él era un luchador. Será un honor para mí morir defendiendo la causa. Además, yo no soy chaquetera como usted.

- Pe…

- Y bocazas. Te crees muy listo Chavón.

- Y lo soy ja… Mire su herida. Ya está limpia y curada.

Laura abrió los ojos como ascuas. Sencillamente no podía dar crédito. Con apenas cuatro cosas el rehén había hecho una obra de arte con su herida.
- Bien. Dése la vuelta y ponga las manos a la espalda.

- Por cierto me llamo…

- Sssshh no hable. No quiero oír su nombre ni en broma. ¿Entendido?

- Pero…

- Vas a ver… Chavón.

- ¿Que es esto? ¡Qué hace! No puede…

Lo empujó hasta el camastro lo arrojó boca arriba y lo desnudo de mitad para abajo. Con apuros Laura se quitó las botas se bajó el pantalón y se despojó del jersey. Entonces se puso sobre él mientras exhalaba, se dejó caer y lo besó con ardor. Primero despacio, saboreando el sabor de su paladar, luego cada vez más rápido hasta que ambos se buscaron con desesperación, como si desearan succionarse. Repitieron la misma operación varias veces con descansos de veinte minutos o más, hasta caer exhaustos...

Al amanecer Laura despertó. El rehén yacía a su lado, estaba despierto y la miraba con ojos atentos, le dijo.

- Sabes… Laura... o como quiera que se llame… Porque todo me da igual… ¡La amo!

Ella se incorporó y caminó en la penumbra. Tropezó con sus botas de miliciana, tropezó con el viejo balancín. Estaba nerviosa y descentrada. ¡Ya no sabía donde había puesto las cosas! Un gemido interno, casi doloroso, empezó a fraguarse desde el interior de sus entrañas hacia un remoto exterior, se sentía sin fuerzas, pero percibió su frío tacto en la oscuridad y lo tomó. Después fue casi corriendo hasta donde estaba el rehén le dio la vuelta bruscamente y le descerrajó el tiro en la nuca.

Se oyó la voz del camarada Teragua inquirir con tranquilidad.

- Comandante… ¿Cumplida sentencia?

- Sí… ¡Así es, soldado! En una hora presénteme el informe, repuso ella.

Y a continuación, con lágrimas brotándole como fuentes sin sentido, sin dejar de contemplar el cuerpo inerte del rehén, balbuceó.

Hasta pronto, hasta muy pronto, Pedro, Luis, Jaime, Rodrigo, Carlos, Paquito, Silvio, Lucas, Jorge… o como quiera que se llamara… mi amor…


José Fernández del Vallado.

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sábado, 10 de febrero de 2007

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Soñador Anhelante.






Me he convertido en un soñador anhelante y alegrarme es la primera ilusión de mi existencia…

No recuerdo con exactitud porqué estaba allí y cuál fue el primer día que me alisté. Pero sí me viene a la memoria perfectamente aquel amanecer, en apariencia cualquiera, pero diferente. Eran las seis de la madrugada, el cielo presentaba un matiz sombrío y los cañones no cesaban de tronar. No llevaba el equipo adecuado, temblaba de frío e iba sin impermeable; y al desembarcar las viejas botas de suela de cáñamo hicieron agua en los charcos llenos de barro. Avanzaba deprisa, agachado, mientras de forma milagrosa, un concluyente silbido de balas y artificio parecían evitar mi escuálido físico. Y yo, con tal de trampear la partida de la vida, me arrastré embozado entre los cañaverales.

Divisé la entrada del búnker a menos de cinco metros y en sus férreas aberturas vi asomar el acerado cañón del fusil ametrallador. Me dije a mi mismo: “Más vale prevenir que curar” y me dispuse a rematar la faena. De improviso tuve una extraña sensación: No sentí miedo ni deseos de reflexionar, tan sólo un impulso especial y desconocido me indujo a aventurarme en el interior de la defensa.

No me oyó entrar. Estaba de espaldas y el único objetivo en el que centraba su atención era observar por la abertura.
No hablé. Se giró con soltura nada más oír el percutor de mi pistola y permaneció mirándome con aquellos ojos diamantinos, plegó el entrecejo en un susurro y me dijo:

- A qué esperas, hazlo ya...

Sencillamente no fui capaz pero ella, el amor que siempre anhelé, lo hizo por mí.


Escapamos de la fortificación, descubrí el lugar donde estaba enterrada su hija Lissete. Los anocheceres me tendía junto a su cuerpo doliente, lo abrazaba con todas mis fuerzas y juntos llorábamos hasta el alba. Los amaneceres, cuando ella se dormía, recogía flores: malvas, lirios, rosas rojas, amapolas, y las depositaba sobre la sepultura de su cariño.
En meses sucesivos me enamoré de su delicada cabellera rubia, de su abierta sonrisa, de su manera de angustiarse en los días de monótona lluvia, de sus manos suaves y fibrosas, de su forma de punzarse los labios cuando algo le contrariaba y sobre todo, del aroma agradable y acentuado que exhalaba al retornar junto a mí y atravesarme sin verme.

Sí, me he convertido en un soñador anhelante y alegrarme al descubrir los fugaces instantes en que ella siente mi presencia, se detiene, fuerza la vista sin éxito y con dolor considera su lamentable error, es la primera ilusión y colma mi existencia como sobrenatural esencia incorpórea…


José Fernández del Vallado. Josef. 2007.


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