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fin del mundo.
Ese amanecer dejamos atrás la tierra; habíamos fracasado. En los rastrojos de un mundo reseco y maltratado quedaban desmenuzados para siempre sentimientos de derrota: Romances, pasiones, promesas, anhelos, amores sin rumbo...
La ambición el egoísmo y el odio ganaron la partida, fueron siempre un paso por delante. Dejábamos atrás el planeta que nos acogió y vio nacer durante milenios, y pese a superar adversidades y vencer a enconados enemigos, habíamos sido incapaces de preservarlo. Partíamos rechazados por una naturaleza que nos expulsaba como lo que éramos: Parásitos, virus, bacterias devastadoras. Con los corazones deshechos dejábamos el lugar que una vez fue un paraíso, donde amamos, odiamos, sentimos y en definitiva, donde aprendimos a ser quienes éramos.
Me aferré a la escotilla, desde la que podía ver el jardín de mi infancia, mi cuerpo temblaba enfebrecido. ¿Qué jardín podría sobrevivir a un lugar donde las plantas habían sucumbido a los rayos gamma y el sol abrasaba? ¿Qué ser vivo podría continuar subsistiendo en un planeta colapsado por novecientos mil billones de seres? En cambio, los círculos de aluminio que conformaban el túnel por el cual discurrí, estaban donde siempre y allí permanecerían.
Por fortuna me quedaba ella. Desde hacía un buen rato se había instalado junto a mí y allí seguía, en silencio, compartiendo mi profunda amargura. Superamos siempre los trances más difíciles y en cambio ahora ¿por qué la voluntad de una raza de espíritu indomable se veía de pronto doblegada? ¿Por qué deshojar tanta belleza tras tenerla al alcance y haberla disfrutado? Lo sabía. No había más alimentos. Y donde no hay alimentos, con tal de echar un bocado, los espíritus desarrollan formas malignas e irracionales. El desorden y el canibalismo se habían extendido y ahora no quedaba nada. ¡Nada qué hacer ni por lo cual luchar! Todo estaba perdido. ¿Todo? ¡No! Iríamos a Marte. Allí había hombres que nos esperaban. No tenía miedo, estaba tan seguro de mí mismo como de nuestra estirpe.
Giré sobre mí y nuestras miradas se encontraron. Allí estaba Lisa. Sus ojos negros como el azabache brillaron con intensidad al mirarme, y su pelo rubio pareció lustrarse sobre su preciosa nuca. Su embarazo estaba ya en avanzado estado de gestación. No lo dudaba, pensé con renovada esperanza, iba a ser un orgulloso padre de una prole de diez ratas, o tal vez más...
Pronto estaríamos listos. Volveríamos a luchar y a vencer en la batalla definitiva...
José Fernández del vallado. 2 Septiembre. 2007. Arreglos abril 2009.
La Batalla Definitiva.
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minas
Cuarenta y seis años, soltero y cansado de involucrarme en empleos sin sentido, falseando e incluso mintiendo por mandato supremo de la operativa del banco o empresa en la que trabajara. No sé de donde surgió la idea, pero decidí hacer algo nuevo. La sugerencia partió de una amiga que tenía conexiones con ciertas ONG.
Me destinaron a Angola, a un lugar situado en Lunda Sur, provincia diamantífera al nordeste. A un centro de asistencia para menores refugiados. Conocí a personas valiosas, como: La Superiora María dos Santos, el doctor Mavinga Péres, y sobre todo a una joven enfermera atractiva y muy agradable, llamada Alexandra Kamuenho. Aparte de desempeñar tareas de contabilidad ayudaba como auxiliar de enfermería, y empecé a trabajar codo con codo con Alexandra.
Un día ella estaba poniendo una vía a un paciente, me pidió que le alcanzara la botella del suero. Me acerqué por detrás, acababan de baldear el suelo, resbalé y sin querer caí en posición indecorosa sobre sus nalgas. Atorado por los nervios traté de solventar la situación y no hice sino entorpecerla, resbalando de nuevo y buscando asidero en sus senos. Para mi sorpresa se giró y mirándome de una forma endiablada, me besó.
Desde aquel día mi vida cambió. Por las noches venía a mi barracón y la armábamos. Nuestra situación pasó a convertirse en un secreto a voces. Otra vez vino a mí sonriente, me abrazó me besó y tomándome con ímpetu de la muñeca, emocionada, puso mi mano sobre su vientre. Estaba embarazada.
Los meses transcurrían y éramos felices. Un fin de semana se nos ocurrió escaparnos de excursión, íbamos cantando en el coche, sus ojos negros brillaban radiantes de felicidad. Apagó el casete un instante y con timidez confesó que me quería, pero necesitaba orinar, me reí divertido, la carretera era nuestra. Paré, bajó corriendo hacia la maleza. Salí a respirar aire fresco, di la vuelta al vehículo y me quedé paralizado frente a un cartel de logotipo inconfundible: Una calavera. Debajo en letras rojas, ponía: ¡PERIGRO MINHAS!
Me volví hacia Alexandra y ¡no estaba! Alguien canturreaba más allá. Aterrado miré y la descubrí entre el verdor de aquel prado. Estaba riéndose y me hacía señas alegre. Chillé que no se moviera, comprendió y su rostro se oscureció de terror. Vi sus huellas, no había espacio para las dudas. Caminado sobre ellas me adentré y logré alcanzarla y tomándola en brazos, palpitando, regresé por el mismo camino.
Para colmo, varios hombres que pasaban por allí, en lugar de tranquilizarnos, daban gritos de alarma. Me recuerdo con los pies sobre el firme llorando y riendo, acariciando y besando a Alexandra, los hombres también reían bebían y cantaban de felicidad.
Me quedé en Angola. Ahora “vendo zapatos de bebé, sin usar.” Excepto el par que compré para nuestro bebé, un muchacho ya mayor. Coloqué sus zapatitos sobre el secreter, junto a los retratos de familia. Los miro, los palpo, los beso, y entiendo que hicimos algo nuevo. Volver a nacer.
José Fernández del Vallado. josef. abril 2009.
Hacer algo nuevo.
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