martes, 15 de diciembre de 2009

64

Ultimas Percepciones.

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Cada vez me costaba más adaptarme a las nuevas condiciones. Cuando menos lo pensamos el clima cambió sin motivo aparente; las flores comenzaron a marchitarse, el aire se volvió irrespirable; el sol se había vuelto en una débil bola de fuego.
De la misma forma y poco después murió mi gran amor.
Éramos pocos y vivíamos igual que topos en madrigueras.
Éramos pocos y vivíamos peor que ratas enclaustradas...
Perdí a mi amor y vivir era como permanecer aferrado a un témpano de hielo. Los refugios no servían y los asilos mentales jamás se inventaron.
Había días en que la cantidad y calidad de suicidios sobrepasaba la tasa de muertos por hambre y vejez. Vejez... Era una palabra olvidada y vida un término sin siquiera sentido. Pero vivíamos. No sabíamos por ni para qué...

Desesperados, Andres, Lucas, Forlán y Luis Miguel, se ofrecieron para hacerme el amor. Me sentí rastrera, como una pornostar sin talento. Los rechacé, no les dejé poner una sola extremidad siquiera en mi cubículo; desde entonces me odiaron. Desde entonces yo también odié a los seres rastreros zánganos que rondaban mi refugio.
Había pocas posibilidades de irse de allí sin que se enteraran. Sus dos ojos compuestos y sus tres simples vislumbrándome a modo de mosaico, me espiaban. Así pues la mejor posibilidad era permanecer para siempre.

Tuve la idea mientras desde mi sección observaba los millones de celdillas exagonales iluminadas por la tenue luz fosforescente.
Soldé mi celda herméticamente y por primera vez supe lo que era el calor y también la belleza de una flor. Me encogí sobre mi misma ingerí las pastillas de miel y evocando mi retrato pálido y risueño yo, Adelaida, la dulce abeja reina, cerré los ojos para siempre.


Si no fuera porque Einstein dijo: " Si la abeja desapareciera del planeta, al hombre solo le quedarían 4 años de vida" (pues sin abejas no hay polinización, plantas, animales, ni hombres) y a que cada día vemos más las consecuencias del cambio climático y de la destrucción de especies, este relato apenas causaría impresión.


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.

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viernes, 2 de octubre de 2009

33

Barbarismo exonerado.

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Tras más de dos días al acecho atrapé a mi vecino Mario Abasolo por sorpresa. Lo tenía ante mí encadenado. Pensar en lo delicioso que sabría cuando me lo comiera conseguía que la boca se me hiciera agua.
Estaba dispuesto a trincharlo cuando me hizo la propuesta. Si lo soltaba me conduciría hasta su mujer y sus hijas. Me detuve un instante; no era mala idea. Me daría un festín y de paso tendría reservas y calorías de sobra para pasar el invierno cebándome sin dejar de follar.
A pesar de todo tenía hambre y dudas. Le corté un dedo me lo comí y le dije que por cada vez que me tratara de engañar lo mismo haría con el resto. Asintió aterrorizado y acepté. Aquello pareció aparte de dolerle, disgustarlo, aunque no tuvo más remedio que acceder y someterse.

Hacía una tarde fresca y rojiza de otoño o de cualquier estación. Daba igual, los ciclos estacionales eran ya mera anécdota. Los tocones de los árboles y los matorrales muertos arañaban la piel al atravesar los jardines deshabitados. Su casa se hallaba cuarenta manzanas en sentido oeste. Reconozco que escalar cúmulos de escoria de más de trescientos metros de altura sintiendo la brisa ardiente del sol, no era una labor agradable, pero cuando divisamos el hogar todo cambió.

Llegamos de noche. Abrimos la puerta, todas dormían. Le hice entrar ante mí. Cuando estuvimos dentro, aguijoneándolas con la lanza, grité:

— ¡Todo el mundo de pie!

La red cayó sobre mí y tras ella, un grupo de salvajes rabiosos.
Cuando volví en si permanecía desnudo, boca arriba, los pies y las manos atadas a una barra de acero.

Comenzaron bebiendo y riendo, conversaban en sueco, tal vez en húngaro o vasco. Descubrí con sorpresa que la familia de los Abasolo se había unido a la de los Engstrom y aquellos a su vez a la de los Németh. Me vino a la cabeza de pronto. Y no cesé de preguntarme como no presté atención a lo que había leído en antiguas enciclopedias que encontré en el sumidero:

“El ser humano es un individuo sobre todo sociable. El mayor éxito que le ha permitido prosperar y alcanzar notoriedad entre las demás especies de seres, radica en su capacidad para unirse y formar comunidades.”

El plan para capturarme vivo, a mí, el ser solitario e insociable, había resultado perfecto.
Festejaban el éxito de su unión y desde luego tenían derecho a ser felices, cuando la base principal del festín iba a ser yo.
Espécimen: Solitario. Actitud: Irascible. Relación personal con el resto de supervivientes: Nula. Estatura: Metro noventa y dos. Peso: Ciento treinta kilos. En resumen: ¡Todo un manjar!
No me hizo ilusión morir carbonizado como un cerdo salvaje, pero eso era en lo que, a fin de cuentas, me había convertido.

José Fernández del Vallado. Josef. Octubre 1. 2009.


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viernes, 11 de septiembre de 2009

30

En Primavera.

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En primavera cumplí veinte años y decidí que quería vivir. Nunca olvidaré la primera vez que la vi; rubia y frágil, tan risueña... como una trampa mortal, y caí...

Los años pasaron y a los treinta supe lo que es degustar un café caliente en las mañanas frías de invierno, lo que es amar despacio, encauzando la pasión en una sola dirección, lo que supone abrirte a nuevos horizontes, todos accesibles ante ti. Nunca olvidaré la primera vez que la vi; pelirroja y frágil, tan risueña... como una trampa mortal, y caí...

A los cuarenta conocí un amor, lo traté con cariño, lo amé despacio, aguardando encontrar el intermedio y comenzar un principio duradero y sin fin. Nunca olvidaré la primera vez que la vi; morena y frágil, tan risueña... como una trampa mortal, y caí...

En primavera cumplí ochenta años,caminaba por el bosque cercano a mi chalé, ya no esperaba conocer un amor cuando apareció; alta, frágil y pálida, reverente y cariñosa. Me ofreció su amor y acepté. Dejó su guadaña, me tomó del brazo y me preguntó: ¿Vamos...? Asentí.


El hombre es el único animal que tropieza no dos sino tres o más veces en la misma piedra.


José Fernández del Vallado. Josef. 2009.




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sábado, 1 de agosto de 2009

28

Paréntesis

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Antes nunca me había sucedido. A las tres de la mañana estaba hablando por msn con Rita, una atractiva mujer – o al menos así parecía – que había conocido en una página web en la que ambos publicábamos. Charlábamos sin cesar sobre las dificultades que encontrábamos para puntuar adecuadamente nuestros relatos; entonces me fijé. Tras pronunciar una frase, en la comisura de sus labios se formaron...; es decir, podía tratarse de una oración subordinada, interrogativa, exclamativa, desiderativa; la cuestión es que en cada ángulo surgieron los signos de puntuación.
Como es natural me inquiete. Me detuve unos instantes, di un trago a mi cerveza; me froté los ojos. Los abrí y cerré varias veces. Miré la cerveza ¿sabía raro? En absoluto. Me pregunté qué había cenado. La respuesta estaba clara: Atún en escabeche. El envase podría estar caducado y yo alucinando. Me levanté, fui a la cocina y comprobé que su fecha de caducidad era la adecuada. Regresé, me senté, me palpé. ¿Nada extraño? Se me ocurrió alargar una mano y rozar la pantalla. Su superficie parecía suave como la piel ¿qué piel? Si era una pantalla plana de cristal líquido. Volví a tantear. Rita continuaba hablando sin detenerse, parecía no verme, en realidad no me prestaba atención, estaba a lo suyo: La dificultad de las “comas,” explicaba. De pronto vi mi mano; estaba ahí, sobre ella. Se detuvo en la comisura de sus labios, atrapó al vuelo un punto y aparte. La saqué y observé el puño cerrado con aversión, sin saber exactamente el porqué lo llevé a mi nariz, abrí la palma de mi mano y olí. No olía. Sin pararme a pensarlo lo engullí y quise hablar pero mi conversación se truncó y pospuso en una serie absurda de puntos y apartes.
Sentí una necesidad, un dolor de estómago me obligó a incorporarme, entré en el water, doblado me senté sobre la taza defequé y ahí estaba ¡El maldito punto y aparte! Apenas eché un vistazo, tiré de la cadena y aliviado regresé frente a la pantalla. Rita continuaba sermoneando. Traté de explicarme y aclararle que a veces los signos de puntuación no son buenos. Pero ella ¡escupía signos sin cesar! Alarmado apagué y encendí el msn; seguía estando en la misma situación.

Metí la cabeza y las dos manos en la pantalla, luego el tórax, los pies, entré en su habitáculo, la tomé por la cintura la levanté de la silla y la tumbé sobre la cama. Le desabroché la camisa y comencé a masajearla. Entre tanto ella no cesaba de hablar sobre los puntos y cada vez surgían más. Llegó un momento en que estábamos envueltos en un mar de signos y comenzó a ponerse colorada. ¡Estaba atascada! Me tomé un punto y aparte, resoplé, exclamé. Hice un paréntesis con puntos suspensivos entre dos comas y un punto y seguido y sin pensarlo junté ambos puños y la golpeé sobre el pecho. Dejó de hablar, abrió los ojos de par en par, y comenzó a respirar de forma pausada. Puse un oído sobre su pecho, sus latidos eran rítmicos, normales, abrí y cerré su boca varias veces; ni rastro de signos.
La tomé entre mis brazos, la situé de nuevo ante el ordenador y volví a salir de la pantalla.


Cuando la volví a mirar su rostro hilvanaba un ademán placentero, de la comisura de sus labios brotaban unos leves y casi borrosos rastros de puntos suspensivos. Me percaté al instante, se recobraba. Entre exclamaciones, le dije:

— Rita... ¡Mañana volvemos a empezar!
Asintió relajada.
Y añadí:
— Es solo un paréntesis.
Sonrió me dio las gracias, y pusimos punto y final a nuestra conversación.

José Fernández del Vallado. Josef. Julio 17 2009.


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lunes, 8 de junio de 2009

31

La Batalla Definitiva.

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Ese amanecer dejamos atrás la tierra; habíamos fracasado. En los rastrojos de un mundo reseco y maltratado quedaban desmenuzados para siempre sentimientos de derrota: Romances, pasiones, promesas, anhelos, amores sin rumbo...
La ambición el egoísmo y el odio ganaron la partida, fueron siempre un paso por delante. Dejábamos atrás el planeta que nos acogió y vio nacer durante milenios, y pese a superar adversidades y vencer a enconados enemigos, habíamos sido incapaces de preservarlo. Partíamos rechazados por una naturaleza que nos expulsaba como lo que éramos: Parásitos, virus, bacterias devastadoras. Con los corazones deshechos dejábamos el lugar que una vez fue un paraíso, donde amamos, odiamos, sentimos y en definitiva, donde aprendimos a ser quienes éramos.

Me aferré a la escotilla, desde la que podía ver el jardín de mi infancia, mi cuerpo temblaba enfebrecido. ¿Qué jardín podría sobrevivir a un lugar donde las plantas habían sucumbido a los rayos gamma y el sol abrasaba? ¿Qué ser vivo podría continuar subsistiendo en un planeta colapsado por novecientos mil billones de seres? En cambio, los círculos de aluminio que conformaban el túnel por el cual discurrí, estaban donde siempre y allí permanecerían.

Por fortuna me quedaba ella. Desde hacía un buen rato se había instalado junto a mí y allí seguía, en silencio, compartiendo mi profunda amargura. Superamos siempre los trances más difíciles y en cambio ahora ¿por qué la voluntad de una raza de espíritu indomable se veía de pronto doblegada? ¿Por qué deshojar tanta belleza tras tenerla al alcance y haberla disfrutado? Lo sabía. No había más alimentos. Y donde no hay alimentos, con tal de echar un bocado, los espíritus desarrollan formas malignas e irracionales. El desorden y el canibalismo se habían extendido y ahora no quedaba nada. ¡Nada qué hacer ni por lo cual luchar! Todo estaba perdido. ¿Todo? ¡No! Iríamos a Marte. Allí había hombres que nos esperaban. No tenía miedo, estaba tan seguro de mí mismo como de nuestra estirpe.

Giré sobre mí y nuestras miradas se encontraron. Allí estaba Lisa. Sus ojos negros como el azabache brillaron con intensidad al mirarme, y su pelo rubio pareció lustrarse sobre su preciosa nuca. Su embarazo estaba ya en avanzado estado de gestación. No lo dudaba, pensé con renovada esperanza, iba a ser un orgulloso padre de una prole de diez ratas, o tal vez más...
Pronto estaríamos listos. Volveríamos a luchar y a vencer en la batalla definitiva...


José Fernández del vallado. 2 Septiembre. 2007. Arreglos abril 2009.

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miércoles, 29 de abril de 2009

61

Hacer algo nuevo.

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Cuarenta y seis años, soltero y cansado de involucrarme en empleos sin sentido, falseando e incluso mintiendo por mandato supremo de la operativa del banco o empresa en la que trabajara. No sé de donde surgió la idea, pero decidí hacer algo nuevo. La sugerencia partió de una amiga que tenía conexiones con ciertas ONG.

Me destinaron a Angola, a un lugar situado en Lunda Sur, provincia diamantífera al nordeste. A un centro de asistencia para menores refugiados. Conocí a personas valiosas, como: La Superiora María dos Santos, el doctor Mavinga Péres, y sobre todo a una joven enfermera atractiva y muy agradable, llamada Alexandra Kamuenho.
Aparte de desempeñar tareas de contabilidad ayudaba como auxiliar de enfermería, y empecé a trabajar codo con codo con Alexandra.

Un día ella estaba poniendo una vía a un paciente, me pidió que le alcanzara la botella del suero. Me acerqué por detrás, acababan de baldear el suelo, resbalé y sin querer caí en posición indecorosa sobre sus nalgas. Atorado por los nervios traté de solventar la situación y no hice sino entorpecerla, resbalando de nuevo y buscando asidero en sus senos. Para mi sorpresa se giró y mirándome de una forma endiablada, me besó.

Desde aquel día mi vida cambió. Por las noches venía a mi barracón y la armábamos. Nuestra situación pasó a convertirse en un secreto a voces. Otra vez vino a mí sonriente, me abrazó me besó y tomándome con ímpetu de la muñeca, emocionada, puso mi mano sobre su vientre. Estaba embarazada.


Los meses transcurrían y éramos felices. Un fin de semana se nos ocurrió escaparnos de excursión, íbamos cantando en el coche, sus ojos negros brillaban radiantes de felicidad. Apagó el casete un instante y con timidez confesó que me quería, pero necesitaba orinar, me reí divertido, la carretera era nuestra. Paré, bajó corriendo hacia la maleza. Salí a respirar aire fresco, di la vuelta al vehículo y me quedé paralizado frente a un cartel de logotipo inconfundible: Una calavera. Debajo en letras rojas, ponía: ¡PERIGRO MINHAS!

Me volví hacia Alexandra y ¡no estaba! Alguien canturreaba más allá. Aterrado miré y la descubrí entre el verdor de aquel prado. Estaba riéndose y me hacía señas alegre. Chillé que no se moviera, comprendió y su rostro se oscureció de terror. Vi sus huellas, no había espacio para las dudas. Caminado sobre ellas me adentré y logré alcanzarla y tomándola en brazos, palpitando, regresé por el mismo camino.
Para colmo, varios hombres que pasaban por allí, en lugar de tranquilizarnos, daban gritos de alarma.
Me recuerdo con los pies sobre el firme llorando y riendo, acariciando y besando a Alexandra, los hombres también reían bebían y cantaban de felicidad.

Me quedé en Angola. Ahora “vendo zapatos de bebé, sin usar.” Excepto el par que compré para nuestro bebé, un muchacho ya mayor. Coloqué sus zapatitos sobre el secreter, junto a los retratos de familia. Los miro, los palpo, los beso, y entiendo que hicimos algo nuevo. Volver a nacer.

José Fernández del Vallado. josef. abril 2009.



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domingo, 11 de enero de 2009

43

Verano Austral.

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Despacio, poco a poco, fue cayendo el sol sobre las calles; seguí avanzando sin explicarme el porqué, con el presentimiento implícito de que si no me movía mi corazón se detendría en cualquier momento sin avisar. Había llegado a aquella ciudad enclavada en el sur profundo del sur esa misma mañana ¿buscándolo? Lo hice de forma inconsciente y deliberada, como actuamos a veces, aguardando encontrar un motivo o respuesta a nuestros porqués.

Un vendaval congelado me golpeaba sin clemencia, me refugiaba en mí mismo, cada vez más irritado, pensando en las bellezas que había soñado hallar allí. ¿Por qué a veces nos empeñamos en hallar belleza en lugares inhóspitos, donde solo hay ignorancia y crueldad? ¿Había algo más? Buscaba, era pleno mes de febrero – verano Austral – y apenas hacía cinco míseros grados centígrados. ¿Había hombres capaces de sobrevivir a aquella climatología? Hombres hay para todo, y para emplearse en las peores tareas o aferrarse como lapas a la desolación más y mejores que para cultivar el bien...

Deambulé hasta el fondeadero, contemplar el puerto y dejar volar mi melancolía degustando el aroma salobre del mar era cuanto anhelaba. Un militar uniformado me cerró el paso y me pidió la documentación. La realidad cayó a plomo sobre mí. La de un mundo militarizado que, progresivamente, y de forma estúpida o “humana” se arrastra a su juicio final. Aquella ciudad estaba tomada. Pero mi sueño continuaba vivo. Mi sueño... Ni siquiera vislumbraba cuál. Lo busqué caminando en solitario por calles despojadas de corazón, matizadas con témpanos de hielo que se incrustaban de lleno en mi alma. En un bar moderno y vacío me refugié y tomando un café de dos horas, observé tras los ventanales mi locura reflejada. ¿De qué me servía encontrar más soledad a catorce mil kilómetros de mi vida? y ¿qué era y es mi vida? Mi vida era esa, la de viajar y buscar sin saber qué. Estuve buscando varias horas por la ciudad hasta que al final doblé una esquina y frente a mí se presentó aquel portal. Sin hablar ni pensar, hacía horas que había dejado de hacer ambas cosas, saqué la cámara y tomé la única fotografía que hice aquel día. ¿Había encontrado algo? ¿No me fijé o sí me fijé? No lo recuerdo. Claro, que, sin premeditarlo, algo me hizo caminar en dirección a la estación de autobuses, donde saqué un billete para el norte y escapé. ¿Para siempre?


(Se recomienda fijarse detenidamente en la fotografía de la parte superior del post.)


José Fernández del Vallado. Josef. Enero 2009.



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