Libertad...
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Nos pusimos en marcha temprano. Tras meses sin vernos pasamos una noche inquieta y apenas cesamos de fornicar en la tienda ubicada sobre la pared. Pero ahora era preciso continuar…
Liang Xu era bella y salvaje. No podría permanecer mucho tiempo junto a ella sin fornicar o pelearme. Entre nosotros no existían límites. Quizá por eso el sistema nos buscaba sin tregua. Habíamos desafiado a lo establecido en un mundo que proclamaba: “Elige libremente lo que quieras.” Yo elegí luchar y ¿por eso ya no era libre? Algo sonaba a chamusquina. Algo no funcionaba. Todos se creían libres y estaban sujetos y vigilados. Nadie era libre. Todo estaba cercado y lleno de ojos.
Liang era adorable y salvaje. Los mejores instrumentos contra el sistema eran mi cizalla y ella. Nadie como ella.
Día tras día atravesábamos fronteras, cortábamos cercos y penetrábamos en mundos libres y prohibidos. Eso era el capitalismo. Un mundo libre y prohibido. Una paradoja.
Había millones de habitantes libres que, sujetos al sistema, proclamaban que el socialismo había sido fatal porque no permitía más que aspirar a tener una bicicleta. Ahora, en cambio, podías aspirar a tener cuantas quisieras, ya que como se rompían cada año, debías comprarte una nueva. No sabía diferenciar qué era mejor, si aspirar a la eterna bicicleta o a cien mil motocicletas de papel.
Nosotros no éramos políticos. Apenas sabíamos lo que eso quería decir; lo habíamos olvidado. Nosotros éramos “rompe cercos.”
Me fijé en la complexión de Liang Xu. Durante la escalada libre ella iba siempre delante. En las paredes no había cercos; por eso escalábamos, porque allí éramos libres y únicos. A la mayoría de la gente no le gustaba sentirse única. Preferían pertenecer a la masa. Actuar como la masa, y hablar como la masa.
Nosotros no hablábamos; actuábamos. Liang estiró sus brazos de chicle y se prendió de lo inaprensible. Necesitaba verlo para poder repetirlo. Yo era muy bueno escalando y ella, genial. Ahí radicaba la diferencia abismal. Quisieron atraparnos en el sistema; su sistema. Nosotros no hablábamos. Ni concedíamos entrevistas a programas imbéciles. Descubrieron que filmarnos les salía barato y lo hacían cuando les interesaba.
Los helicópteros nos molestaban, por eso huíamos siempre. Durante días o meses nos perdíamos el uno del otro.
Aquella había sido la última vez, pero nos habíamos reencontrado.
Liang realizó un giro de noventa grados sobre un saliente a más de trescientos metros del suelo. Había llovido y el mármol estaba resbaladizo; me costaba seguirla. Ella era una arácnida; la reina de las arañas.
II
Antes de vernos me atraparon. Las manos de la masa me sobaron por primera vez en años. Sentí repugnancia, miedo y lloré y vomité. No quería decírselo. No debía enterarse de que acudí a aquel programa y hablé… sobre ella. Les conté que ella no era como los demás. Era pura. Un genio dedicado a su vida en las paredes. Nadie podía follarla excepto yo, porque jamás lo consentiría (eso último, no lo dije).
Me ofrecieron dinero por atraparla. Oro. Nunca había visto el oro. Era amarillo y brillaba más que mil soles. ¡Me prometieron que si la atrapaba construirían un muro de oro donde podría vivir en libertad! Que no estaba bien ir de rascacielos en rascacielos, que comprendiera el significado de la palabra, prohibido.
III
¿Cómo hacerla bajar? Jamás la había visto en el suelo. Sólo yo bajaba. Y ella… se alimentaba de huevos de los nidos que encontraba y de insectos, aunque de vez en cuando aceptaba alguna manzana. ¿Cómo explicar que existía un muro de oro sólo para nosotros? No lo entendería, lo material para ella nunca había existido; ni siquiera tenía sentido. En cambio yo… lo descubrí cuando el niño me regaló la moneda y me explicó que con ella podría comprar. Desde entonces entraba en los supermercados con sigilo, nadie se fijaba. Descubrí el pan, la leche en tetra brik, la mermelada. Se lo llevé todo, y ella nunca quiso nada, lo dejaba caer con desprecio, excepto algunas manzanas y huevos.
Descubrí a la mujer pálida y con cabellos rojos en un callejón. Me insinuó que por treinta monedas... No supe qué decir. Estuve meses haciéndolo y me enamoré. Por vez primera perdí a Liang quien continuó merodeando en las cimas de los edificios más altos y fríos. Allá abajo, con Dress, me sabía arropado, hasta que se marchó y me dejó. Entonces me atraparon.
Ahora, hoy, me cuesta seguirla. Sé que estoy enfermo. Como sé que la he matado, a ella, a mi amor. Igual que Dress hizo conmigo. Y la quiero muchísimo. Ella es mi único amor. Siempre lo fue. Lo sé. Como sé que no existen los sueños con muros de oro. También ahora lo sé. Vivo en un mundo libre en el que está prohibido ser libre y donde la libertad está llena de cercos. Sólo aquí arriba somos libres. Sólo aquí, en el cielo, y cuando echemos a volar…
José Fernández del Vallado. Josef. 25 marzo 2008.
Nos pusimos en marcha temprano. Tras meses sin vernos pasamos una noche inquieta y apenas cesamos de fornicar en la tienda ubicada sobre la pared. Pero ahora era preciso continuar…
Liang Xu era bella y salvaje. No podría permanecer mucho tiempo junto a ella sin fornicar o pelearme. Entre nosotros no existían límites. Quizá por eso el sistema nos buscaba sin tregua. Habíamos desafiado a lo establecido en un mundo que proclamaba: “Elige libremente lo que quieras.” Yo elegí luchar y ¿por eso ya no era libre? Algo sonaba a chamusquina. Algo no funcionaba. Todos se creían libres y estaban sujetos y vigilados. Nadie era libre. Todo estaba cercado y lleno de ojos.
Liang era adorable y salvaje. Los mejores instrumentos contra el sistema eran mi cizalla y ella. Nadie como ella.
Día tras día atravesábamos fronteras, cortábamos cercos y penetrábamos en mundos libres y prohibidos. Eso era el capitalismo. Un mundo libre y prohibido. Una paradoja.
Había millones de habitantes libres que, sujetos al sistema, proclamaban que el socialismo había sido fatal porque no permitía más que aspirar a tener una bicicleta. Ahora, en cambio, podías aspirar a tener cuantas quisieras, ya que como se rompían cada año, debías comprarte una nueva. No sabía diferenciar qué era mejor, si aspirar a la eterna bicicleta o a cien mil motocicletas de papel.
Nosotros no éramos políticos. Apenas sabíamos lo que eso quería decir; lo habíamos olvidado. Nosotros éramos “rompe cercos.”
Me fijé en la complexión de Liang Xu. Durante la escalada libre ella iba siempre delante. En las paredes no había cercos; por eso escalábamos, porque allí éramos libres y únicos. A la mayoría de la gente no le gustaba sentirse única. Preferían pertenecer a la masa. Actuar como la masa, y hablar como la masa.
Nosotros no hablábamos; actuábamos. Liang estiró sus brazos de chicle y se prendió de lo inaprensible. Necesitaba verlo para poder repetirlo. Yo era muy bueno escalando y ella, genial. Ahí radicaba la diferencia abismal. Quisieron atraparnos en el sistema; su sistema. Nosotros no hablábamos. Ni concedíamos entrevistas a programas imbéciles. Descubrieron que filmarnos les salía barato y lo hacían cuando les interesaba.
Los helicópteros nos molestaban, por eso huíamos siempre. Durante días o meses nos perdíamos el uno del otro.
Aquella había sido la última vez, pero nos habíamos reencontrado.
Liang realizó un giro de noventa grados sobre un saliente a más de trescientos metros del suelo. Había llovido y el mármol estaba resbaladizo; me costaba seguirla. Ella era una arácnida; la reina de las arañas.
II
Antes de vernos me atraparon. Las manos de la masa me sobaron por primera vez en años. Sentí repugnancia, miedo y lloré y vomité. No quería decírselo. No debía enterarse de que acudí a aquel programa y hablé… sobre ella. Les conté que ella no era como los demás. Era pura. Un genio dedicado a su vida en las paredes. Nadie podía follarla excepto yo, porque jamás lo consentiría (eso último, no lo dije).
Me ofrecieron dinero por atraparla. Oro. Nunca había visto el oro. Era amarillo y brillaba más que mil soles. ¡Me prometieron que si la atrapaba construirían un muro de oro donde podría vivir en libertad! Que no estaba bien ir de rascacielos en rascacielos, que comprendiera el significado de la palabra, prohibido.
III
¿Cómo hacerla bajar? Jamás la había visto en el suelo. Sólo yo bajaba. Y ella… se alimentaba de huevos de los nidos que encontraba y de insectos, aunque de vez en cuando aceptaba alguna manzana. ¿Cómo explicar que existía un muro de oro sólo para nosotros? No lo entendería, lo material para ella nunca había existido; ni siquiera tenía sentido. En cambio yo… lo descubrí cuando el niño me regaló la moneda y me explicó que con ella podría comprar. Desde entonces entraba en los supermercados con sigilo, nadie se fijaba. Descubrí el pan, la leche en tetra brik, la mermelada. Se lo llevé todo, y ella nunca quiso nada, lo dejaba caer con desprecio, excepto algunas manzanas y huevos.
Descubrí a la mujer pálida y con cabellos rojos en un callejón. Me insinuó que por treinta monedas... No supe qué decir. Estuve meses haciéndolo y me enamoré. Por vez primera perdí a Liang quien continuó merodeando en las cimas de los edificios más altos y fríos. Allá abajo, con Dress, me sabía arropado, hasta que se marchó y me dejó. Entonces me atraparon.
Ahora, hoy, me cuesta seguirla. Sé que estoy enfermo. Como sé que la he matado, a ella, a mi amor. Igual que Dress hizo conmigo. Y la quiero muchísimo. Ella es mi único amor. Siempre lo fue. Lo sé. Como sé que no existen los sueños con muros de oro. También ahora lo sé. Vivo en un mundo libre en el que está prohibido ser libre y donde la libertad está llena de cercos. Sólo aquí arriba somos libres. Sólo aquí, en el cielo, y cuando echemos a volar…
José Fernández del Vallado. Josef. 25 marzo 2008.
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