sábado, 16 de diciembre de 2006

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LOS GRANDES ESPACIOS DE NEW YORK




Los espacios son muy grandes, todo ocupa más espacio, incluso el frío parece distinto, es mucho más enérgico y cortante. Y esos espacios sin rellenar, lugares que en mi tierra siempre están ocupados; ya sea por un perro, un viejo, la llanta desinflada de un neumático o un pedazo de plástico sucio...
Perros grandes, portales grandes, grandes rascacielos, cochazos y calles extensas, de cuatro carriles, frías y abombadas.
¡Estoy en Harlem! De aquí parten sonrientes algunos de esos chicos excéntricos que van a Irak sin saber porqué lo hacen. Excepto porque de tan grande como es su país el mundo parece quedárseles pequeño. De aquí parten los paquetes de dinero destinado a cubrir guerras inútiles y a curar heridos, que lo fueron, con sus propias armas. Y aquí, sobre una ciudad como ésta, reflejó Orwell en su profético libro “1984” lo que iba a pasar y ahora ya sucede:
El Gran Hermano se hace llamar “George Bush”, y necesita mantenerse en guerra permanente e inexorable, mediante cualquier pretexto o mentira, y estamos a las puertas del año 2007.
En Brooklyn también hace calor. Hace el calor de la mentira. De la gran mentira americana. EEUU dejó de ser la panacea para los necesitados a fines de los años setenta. Hoy día deja morir a los pobres de Nueva Orleáns y al mundo entero...
Cuando camino cerca de Wall Street continúo sintiendo el peso de aquellos dólares ilusionantes sobre mi nuca. Pero ya no son lo que fueron: Dólares salvadores, prometedores, fascinadores… sino dólares corruptos.

Se habla el inglés pero a la vuelta está el chino, se paga en dólares pero el dólar ya no manda y compite con el Euro con el Yen y pronto lo hará con el Yuan.

Me embarco en el Ferry que me conduce a la magnífica Estatua de la Libertad y la encuentro agobiada, más chica o encogida de lo normal y con la antorcha apagada. ¿Hay restricciones de energía? ¿Es esta la protagonista de alegres llegadas a la tierra prometida?

Salgo a cenar por la noche. El Empire State reluce iluminado como un viejo mastodonte que se resiste a caer, pero ya nadie le secunda…
No veo pandillas de jóvenes, ni grupos de gente, ni el menor movimiento en la calle. La ciudad parece muerta y todo el mundo – o las viejas glorias de antaño – circulan en limusinas de vidrios ahumados.
A la mañana siguiente regreso al viejo aeropuerto John Fitzgerald Kennedy. Aunque de majestuoso ya sólo le quede el nombre.
Embarco. Y pese a que lo intento desde arriba tampoco consigo ver dónde estuvieron las Torres Gemelas...


José Fernández del Vallado.

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domingo, 10 de diciembre de 2006

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Coldplay - The Scientist

Una de mis preferidas creo que te gustará...Escucha!


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martes, 5 de diciembre de 2006

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tom petty and the heartbreakers - refugee

The Best!!! Eran otros tiempos, el siglo pasado, ahhhh... vivíamos! Finales de los setenta...


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La maldición de Chaital Puirica.



Es un amanecer incongruente, antagonista, en el lago Chaital Puirica donde Pablo, el pescador de misterios, sentado sobre el hoyuelo de una roca acecha caña en mano la llegada del pez que nunca se pudo pescar.
Hay mil amaneceres distintos pero sólo uno le basta para reconocer su providencia.Salpicando la extensión aún ocre del lago, de vez en cuando, exotéricas burbujas rezuman en superficie y le indican la llegada del pez, quien describe círculos concisos y concéntricos en torno a su cebo asentado en el fondo.
El pescador lleva más de ocho meses fraguando que la dificultad de un momento impreciso se torne favorable; y tan sólo le queda un mes. Debe hacerlo antes que su primer hijo varón nazca; mientras, siente como desde algún rincón inescrutable de la tierra las puertas del vacío se le abren y llenan de sentido. De pronto la nostalgia de lo inalcanzable lo abruma, como aquella vez en que su padre le encomendó bajar con la red a por el pez y lo vio. El animal lo miró con su perfil milenario y de sus ojos brotaron lágrimas de esfuerzo. Deseaba vivir después de vivir casi una eternidad porque existir es una droga que atrapa. Así lo sintió Pablo al ver ondularse el volumen de un animal que por primera vez conocía lo que es estar desprotegido y respirar el oxígeno contagiado y sucio del aire. Estuvieron cerca. El pez inmenso y antediluviano si quisiera podría haberse tragado a Pablo como la ballena hizo con Jonás; no lo hizo. Escapó y desapareció como si nunca hubiera existido.
Pablo se arropa y permanece pensativo. Hace generaciones que el pez es una herencia maldita de la familia Pedrosa Huasca; y nadie más sabe de su entidad. Incluso después de posteridades sin verlo dudan de su misma existencia. Mientras se recrea en sus manos ásperas asidas a la caña le envuelve la nostalgia y piensa en Iorana, su primera novia de labios suaves de pulpa y mirada de cielo, con la que compartió bolsas de pistachos y dulces besos impregnados de ternura y timidez. Y el día que fueron al lago en verano y ella quiso bañarse. Pablo sintió desasosiego y se lo dijo. Le habló del monstruo que habita esas aguas y su maldición, en tanto ella lo escuchaba con aparente seriedad; y claro lo tomó por una broma no le creyó y se bañó.Dos meses más tarde Iorana comenzó a desvariar, luego a sentirse mal y quedó ciega.
Una mañana, para desvanecer el maleficio Pablo la acompañó hasta el lago y volvió a bañarla. A los dos días Iorana falleció.
Su mente va aún más lejos; cuando era un chico de diez años y toda su familia, incluido su abuelo Andrés Pedrosa López y su abuela Chital Huasca, transportados en camillas, viajaron al lugar para rezar a Dios y a los dioses por la suerte de una familia maldita.Abre los ojos y la oscuridad abisal de las aguas le devuelve a la realidad del momento. Ahora tiene cuarenta y pico años y ya no es un crío, conoce el amor y sabe lo que es amar a Lílian su mujer. Recuerda cuando la desnudó para amarla y juró acabar con el monstruo. Mientras el irradiar aromático de ella colmaba sus sentidos y Pablo abrazaba su precioso cuerpo con una caricia placentera juraba; mientras primero con suavidad luego con urgencia y al final con ardiente brusquedad la penetraba juraba; y en tanto el frenesí de ardor finalizó y ambos reposaron explorándose con ojos de satisfacción, ¡juró!
De detrás de las montañas nace un sol alborotado y llameante que, como un eterno suplicio comienza a proyectar su aureola de calor sobre la superficie del lago. Pero algo bulle en el fondo. El pez, que sin demostrar el menor indicio de necesidad estuvo observando el cebo más de una hora sin tocarlo, de pronto, sacudido por una urgencia de siglos lo toma y parte hacia lo más profundo del lago.
La caña de bambú salta y se tensa formando una U, al tiempo que Pablo sale de su trance y agitado comienza a soltar sedal. Cuando ha cedido cien metros de pronto tensa y recibe el primer tirón inesperado por lo brutal. Cae de la roca y se mete hasta la cintura en las aguas del lago, mientras de forma angustiada suelta de nuevo sedal a su vital oponente. Poco a poco logra retroceder hasta alcanzar el borde del lago y desde allí plantea un nuevo contraataque.Tensa de nuevo y resiste a duras penas el empaque del segundo tirón. La maniobra se repite tres cuatro diez, veinte, treinta, cuarenta veces…
El atardecer cae sobre el lago cuando a cincuenta metros una forma gigantesca emerge por primera vez coleteando cansada. Transcurren dos horas más y Pablo tiene a sus pies a un pez de cerca de seis metros que lo mira con… ¿dulzura? ¿comprensión? ¿Mendiga acaso piedad? ¡Imposible maldición! Agarra el arpón y de un desenvuelto y brusco movimiento se lo clava.Y todo ha acabado…
De pronto se gira. No sabe donde está. Pero se siente nuevo, ágil, poderoso y sobre todo, libre. Una oscuridad, un aire envolvente y fresco lo va atrapando hasta hacerlo suyo, y Pablo desciende y sigue descendiendo, se desliza entre aguas muy frías pero acogedoras para instalarse en su nuevo hogar: las profundidades del lago...
José Fernández. Agosto. 2006. josef.


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COLDPLAY-A message

Un mensaje de amor y esperanza... tal vez?


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Cold Water


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lunes, 4 de diciembre de 2006

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Como casi siempre…




Dedicado a todos aquellos que sufrimos, de vez en cuando, la inexplicable agresión física y verbal de aquellos que confunden la acepción entre libertad de expresión y libertinaje.


Todo estaba como casi siempre. El valle verde y pujante a nuestras espaldas. El cielo claro, de un azul intenso y envolvente. Los perfiles afilados como guillotinas de las montañas nevadas; y a menos de un kilómetro de nosotros, un rebaño de unas diez espléndidas cabras del Himalaya, con su pelaje de color marrón oscuro a marrón amarillento y las bandas que separan la parte superior de la inferior de un color más blanquecino.
Mientras se desplazaban con soltura entre los peñascos nos era posible escuchar el tamborileo de sus pezuñas rechinando.
Y allá, en lo profundo del valle, donde una vez estuvieron nuestros hogares, resonaban con estruendo salvas del ejército invasor y victorioso. Habían venido a hurtar nuestros esfuerzos, violar a nuestras mujeres, quedarse con nuestras familias, mientras enterraban tradiciones milenarias y se apropiaban de un pedazo de tierra que no tenía más valor que el sentimental. Pero ése es el más alto precio que puede tener cualquier objeto u organismo en esencia…
Todo estaba como casi siempre excepto los cañones de aquellas pistolas asentados sobre las nucas de mi hermano Kahu, yo y otros tantos.
Les dijimos que nos quitaran las vendas de los ojos pues queríamos morir como hombres y todo estaba como casi siempre.
Miré a mi hermano y él, aunque algo más pálido que de costumbre, también me observaba. Me sonrió. Le devolví la sonrisa. Y ambos lo supimos: ¡No habíamos perdido! Lama era fuerte, invencible; y nosotros estaríamos eternamente acompañándole…

Jose Fernández del Vallado. 2006.

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Cronica confidencial de un periodista.




Lo encontramos en lo alto de una colina. Su talla de algo más de un metro noventa sobresalía por encima de una roca donde, con expresión de soberbia, se mantenía erguido y silencioso. Con la brisa de la mañana sus cabellos dorados se ondulaban igual que un océano encrespado; y en su semblante, sus facciones anglosajonas contrastaban con su nariz aguileña. Un machete reluciente pendía de sus pantalones de miliciano. La camisa color ocre y una mueca maliciosa cincelada en su semblante. Pero sobre todo, escrutando la selva como si fuera de su propiedad, cabría resaltar sus ojos: profundos e inquietantes como el vacío de una sima.

Se llamaba Otto Van deer Bruck. Aunque por esas tierras era conocido como “Otto el asesino de gorilas.” Y es más se rumoreaba – respecto a lo de homicida – que también lo había sido de un desafortunado que había osado interponerse en su camino. Y a su lado, en cuclillas, escrutándonos con una sonrisa velada, estaba un individuo descomunal; de amplias espaldas, ojos saltones, cuello de toro, labios carnosos y abultados como larvas de gusano y las manos mayores que jamás he visto. Aquel tiarrón era su ayudante: David Litongó.
Dándose la vuelta Otto clavó su mirada glacial en nosotros: Mi compañero y amigo el cámara Juan Pérez y yo, José Mari Forner; periodista sin otro historial que el que me estaba forjando en esos instantes.

Preguntarse qué hacíamos perdidos al lado de esos hombres en la selva de Camerún es algo que ahora, reflexionando con la serenidad que me proporciona el hecho de estar agonizando lenta, aunque también dulcemente en el camastro de un ruinoso hospital de Calcuta, no deja de atormentarme. No... Aún no estoy tan mal como para que la enfermedad me prive de escribir, pero ya que siempre he vivido al límite, percibo un fin confuso y saturado de lagunas. Pese a todo, aún soy capaz de formularme preguntas inevitables. La primera: ¿Qué indescifrable trama me indujo a creer que el “Kuhará” no era una quimera? Y la segunda. ¿De dónde o de quién partió la ocurrencia de viajar al África Occidental con la misión de filmarlo? De momento sólo creo estar seguro de algo: Yo fui el primer inductor. Aunque a fecha de hoy tener que admitir semejante incongruencia sea algo que mi mente se niega a aceptar.

Antes de continuar me siento en la obligación de aclarar lo siguiente. No sé qué me induce a escribir esta columna. Quizá lo haga para reconstruir un incidente que ya jamás podré olvidar, y que al evocarlo, revivo en toda su crudeza. Aunque a lo mejor sólo es mi costumbre de escribir por escribir. Pero todavía hay otra pregunta… y quizá la más importante: Aquel sueño – o mejor dicho – aquella pesadilla ¿fue real? Por increíble que parezca nunca he estado seguro de ello; de hecho, debo reconocer que incluso alimenté la esperanza de que fuera un delirio ficticio fraguado de forma involuntaria por mi imaginación. Pero, dado que mi mente se empeña en decirme lo contrario de forma obsesiva, no me queda más remedio que aceptarlo. Sí... ¡Lo sé! Y aunque me cueste trabajo aceptarlo... ocurrió. Y ahora, si de algo estoy seguro es de lo siguiente: “No permitiré que este artículo vea la luz. Lo cual significa que “bajo ninguna circunstancia se hará público” y su destino no ha de ser otro que el de morir conmigo.” Aclarado este punto me limito a seguir.

El caso es que un vaporoso día de febrero del año mil... ¡no sé cuántos! los conocimos. Y allí estábamos: emocionados. Casi en posición de firmes. Igual que un dúo de inexpertos cadetes ante sus superiores. Ofreciéndoles nuestra más conciliadora disposición, y por qué no decir también, con bastante intranquilidad. Mientras que a nuestros pies la selva más fascinante que haya visto, florecía. Y si digo “florecía” es porque después de aquello ya no he vuelto a ver más selva que la que proyectan los documentales.

Sucedió antes de lo que voy a contar. Anduvimos durante semanas y presenciamos hechos y situaciones ante las que cualquier hombre con un margen de tolerancia debería sentirse avergonzado. Para empezar fuimos conscientes de algo esencial: La selva estaba amenazada y el virus que la devastaba éramos los hombres. Las compañías madereras eran la lacra. En su pugna por abastecer el insaciable mercado que genera el “primer mundo” talaban sin tregua. Grúas gigantes, apisonadoras, motosierras y enormes bolas de acero, abrían túneles y pistas. Modestos poblados de nativos que la maquinaría no respetaba eran arrasados. Los hombres engañados, las mujeres esclavizadas y obligadas a degradarse en burdeles de improvisadas ciudadelas, a donde después de emborracharse, acudían los obreros de la tala. En cuanto a los hijos; las prometedoras generaciones de nativos, forzados a abandonar sus costumbres, sin un sentido o rumbo claro en sus vidas, dejaban de parecerse a hombres y se convertían en parásitos; sin más salida que adaptarse a la civilización o… morir.

Con tal panorama podrán hacerse una idea sobre cual era nuestro estado. Además de una sensación de inseguridad, la cual nos indujo a sospechar toda una suerte de adversidades, según los fuimos conociendo – me refiero a aquellos individuos – nos dimos cuenta de que si bien tenían cualidades: Parecían valerosos, prevalecían sus defectos. Ya que eran violentos, inconstantes y de poco fiar. Excepto, claro está, si lo que atendían eran sus intereses.
Por supuesto el hecho de acompañarlos nos supuso desembolsar una fortuna. No obstante, sus aires de contrariedad, me revelaron algo que no me esperaba. Aceptaron el pago; pero pese a mis aclaraciones lo consideraron, digamos… como si se tratara de una primera entrega. Sin duda su instinto de usureros y especuladores les incitaba a exprimirnos al máximo. Por tanto si decidían que ya no éramos, por decir de algún modo, “útiles” ¿qué podría ocurrirnos? Con seguridad cualquier cosa. Así estaba la situación. Y en nuestras circunstancias, no sólo en el plano económico sino también en el de credibilidad, aquello era algo que no podíamos tolerar.
Comencé a formularme preguntas: ¿Qué más podrían obtener de nosotros? Y sobre todo ¿de qué manera? Todo lo cual a su vez me indujo a establecer una premisa: ¿Hasta dónde transigirían los límites de su supuesta honestidad con los de su ambición? Ya que una vez inmersos en la jungla la extorsión y el asesinato eran algo habitual.

De modo, que sin que nadie lo supiera, ni siquiera Pérez, cierta mañana me encaminé al mercado de Yaundé, y en la trastienda de un deteriorado bazar conseguí hacerme por un precio razonable con un viejo Colt. ¡Ja…! El cacharro eral igual a los de las pelis del Oeste. No me preocupé demasiado por su aspecto o funcionamiento puesto que ni siquiera se me pasó por la cabeza pensar que en un momento determinado mi vida podría depender de un trasto así.

Debo hacer aquí un inciso para aclarar algunos aspectos. Como dije antes el objeto de nuestra misión era encontrar y si nos fuera posible filmar por vez primera (si existía) al “Kuhará”. Por cierto “Kuhará” en dialecto “fular” significa “sombra.” Lo sé, se estarán preguntando: ¿qué clase de animal u organismo era “eso”? Pues bien, ahí radicaba el enigma. Dado que ni nosotros teníamos una noción clara de qué podía ser lo que buscábamos. Pero ateniéndome a los datos que reuní en los poblados que visitamos, conseguí formarme una idea, que dada la situación pasó a engrosar el fardo de preguntas sin respuesta. La suposición era la siguiente: ¿El espécimen o variedad en cuestión podría ser un pariente cercano a los homínidos? En consecuencia, y siempre que mi estimación fuese acertada ¿estábamos ante una insólita variedad de eslabón perdido... vivo?

Atendiendo a su descripción que resultó coincidente entre los nativos que aseguraron haberse topado con la criatura “eso,” – en cuanto a dimensiones me refiero – debía ser grande y fuerte. Pues deduje que su envergadura – insisto – en ningún caso eran datos de fiar, fuera tal vez similar a la de... ¡¿un par de gorilas adultos?!
Aunque lo inverosímil del asunto fue que ni un solo hombre me supo facilitar, es más, ni siquiera precisar la forma ¿comprenden?, el “perfil” del animal, ser, o lo que fuera…
Como es natural semejantes vacilaciones me llevaron a un punto. La realidad estaba distorsionada. Por lo tanto todo era embuste o torpe invención. Pues la unión como siempre perjudicial entre “miedo e ignorancia” se bastan para modificar cualquier visión fuera de lo habitual en una ilusión extravagante. Pero era joven y ante todo idealista, y pese a la frustración que para mí supuso confirmar tantas vaguedades, continué renegando. Un hecho me animó a seguir creyendo. Los “supuestos avistamientos del espécimen” nunca se originaban en un mismo lugar. Así pues y si al final era cierto que “eso” existía, debía tratarse de un “animal” desconfiado y huidizo. Pero quizá, y aunque ahora me suene a sensiblería inmadura el argumento fundamental que me indujo a continuar la búsqueda fue una corazonada. Si en realidad existía ¿por qué no podría tratarse de un pariente cercano y cuyo hábitat radicara en la jungla al mítico Yeti?

A primera vista no me resultó complicado darme cuenta de la clase de pasta en que estaba forjado Otto: Era un hombre ambicioso que vivía al orden del día. Así pues en lo que atañe a ésa, “llamémosle leyenda o superstición”, mientras no le hallara forma de sacarle partido – a su modo de ver – carecía de cualquier interés. Por lo demás pese a su incredulidad, el hecho por el cual nos unimos a ellos resultaba obvio. Conocían la selva y sabían desenvolverse en el medio. Cualquier animal que se situara en la mira de sus fusiles podía ser blanco idóneo. Ya fueran: puercoespín, chimpancés, serpientes o todo tipo de aves. Todo era comestible y tenía un precio, pero el objetivo principal eran los gorilas. El esqueleto y la carne de un solo gorila suponía el doble o el triple del salario mensual de un trabajador.

Todo discurrió sin incidentes hasta la tercera semana. Una noche Otto nos despertó. Durante el día habían estado colocando trampas sin cesar, mientras con una sonrisa reservada impresa en la comisura de sus labios, observaban las porciones de cielo gris a través de las copas de los árboles. Sabíamos que en cualquier momento llovería, pero no nos decidimos a preguntar a santo de qué su entusiasmo. Esa noche lo comprendimos…

- ¡Los gorilas! Nos dijo Otto radiante. Y nos invitó a seguirle.

Salimos a rastras de la tienda. Diluviaba. La selva era un caldo espeso que filtraba olores densos y extraños. El suelo cubierto de hojarasca rezumaba a nuestro paso. Nos dirigíamos por señas pues apenas podíamos oírnos, ya que debido al estruendo del agua al batir sobre la maleza resultaba imposible hablar. Enseguida lo tuve claro. Bajo la lluvia tanto el olor como el ruido eran imperceptibles; de ese modo los gorilas no advertían las trampas.
Escuchamos los gemidos cuando estuvimos encima. Delante estaba Litongó. Sostenía su lanza y se reía de una forma nada agradable. Y a sus pies, la silueta ensangrentada de un gorila... ¡No! De una gorila hembra, gemía igual que un ser humano. Mientras que aferrado a ella un pequeño gorila aullaba asustado.

Confieso que por aquel entonces no estaba debidamente insensibilizado como para presenciar algo así. Era joven y hasta la fecha siempre viví en la comodidad de los despachos. Sí… jamás había visto nada parecido. Por eso mismo en esos instantes aquella escena se me insinuó tan brutal e indigna como puede serlo y de hecho (ahora lo sé) es el crimen de un hombre indefenso. Estaba conmovido. Me volví hacia donde suponía que debía hallarse filmando Pérez y lo vi terso como un cadáver. Sin duda él no estaba mejor.

Abriéndose paso entre nosotros a empujones Otto separó a la cría de la madre. Fue en ese instante, cuando haciendo valer sus últimas fuerzas la gorila profirió un alarido desgarrador. Y Litongó, como si por primera vez se sintiera asustado, le clavó el arma en el corazón. Volviéndose a nosotros Otto nos dijo satisfecho:
- ¡Buena pieza! Por este pueden pagar diez mil...
- ¡¿Diez mil francos?! Exclamé.
- Sí; diez mil...
Un chillido interrumpió sus palabras. Escuché unos golpes que retumbaron en la selva con la gravedad de un alboroto de tambores. El follaje comenzó a restallar se abrió y de su oscuridad surgió un gorila que moviéndose con insólita rapidez se abalanzó sobre Otto, y de un empellón le arrebató la cría. A continuación volvió a reintegrarse en la maleza y desapareció. Otto se desplomó con la mirada vacía y la cabeza reposando como un colgajo sobre el tórax. ¡Tenía el cuello partido!

Contemplándolo absorto y a la vez con toda atención, Litongó se acuclilló junto al cuerpo yacente.
Hoy, debo reconocer, que ver a un gigante como aquél consternado de esa forma: cabizbajo, sin dejar un instante de gesticular y mesarse con nerviosismo el cabello mientras, con el desconcierto de un niño se volvía a mirar una y otra vez el cadáver del que había sido su Patrón y en cierto modo – imaginé – un padre para él, además de dejarme perplejo me hizo reflexionar sobre lo que quizá rondara su cabeza. Tal vez se preguntara: ¿cómo era posible que su Patrón se hubiera dejado el pellejo de una forma tan ingenua? Pero lo de Otto no era sino el desenlace inevitable al que estamos todos abocados. El traspaso del velo oscuro de la muerte.
La boca de Litongó se abrió y durante unos instantes me dio la impresión de que iba a comunicar algo importante, y tal vez decisivo, pero de su interior sólo salió un murmullo que de forma gradual aumentó hasta convertirse en un lamento desgajado. Levantó la cabeza y miró o ni siquiera lo hizo. Porque en realidad no parecía ver. Pues su mirada, era una mirada extraviada, privada de razón, que sin conseguirlo trataba de centrarse en algo, y que asimismo sin lograrlo, parecía esforzarse por recuperar la lucidez perdida. Sólo duró un par de segundos, lo recuerdo con claridad, porque así es como lo vi. Tras esa mirada, de forma fugaz, fui capaz de captar la tristeza y el dolor más conmovedor y a la vez sincero que jamás haya visto en un hombre.
Volvió a incorporarse y soliviantado comenzó saltar. ¿O tal vez danzara? Mientras que sus piernas, como resortes metálicos, le obedecieron con precisión. Con ojos desorbitados se dejó llevar por el odio; porque estaba no lleno, sino saturado de odio. Empezó a caminar hasta que sin contenerse más echó a correr en pos de su “demonio.” Del gorila que de golpe acababa de segar la estabilidad de su vida. Iba dispuesto a encontrarlo y de hacerlo no había dudas sobre lo qué haría, cuando algo le hizo detenerse. Y así permaneció: inmóvil; como si se hubiera estrellado contra un invisible muro de cemento.

Entonces... ¡lo vi! ¡Estaba ahí! Ante nosotros… Cerrándole el paso a Litongó. Era un bulto informe, oscuro y denso como una fronda de espesura. El africano lo observaba indeciso; hasta que un gorjeo, una retahíla incomprensible se liberó de su interior y congestionado por la ira, o lo que ya era demencia cerval, arrancó blandiendo la lanza contra él... ¿¡Kuhará!? Porque al parecer eso era...
No lo sé... no puedo precisar con exactitud como ocurrieron las cosas… Pero en un abrir y cerrar de ojos el cuerpo del africano era pura carnaza. ¡Fue tan rápido! Quise reaccionar y vi a Pérez esforzándose por escapar. Se deshizo de la cámara como de un juguete infectado y echó a correr, pero lo hizo... o más bien no lo hizo… ¡¿Acaso no lo vio?! ¿No fue capaz de ver aquella inmensa oscuridad? Por desgracia, cuando a uno le puede el miedo deja a un lado razones sentimientos y cautela. Y Pérez, cegado por el terror ni siquiera debió ver y tampoco fue capaz de detenerse a pensar. Fue un roce. ¡Lo juro! Y con la levedad de un muñeco de trapo voló, golpeó contra un árbol y allí quedó... desarticulado…

Tras el delirio de esos instantes el lugar permaneció en silencio. Ya no llovía. Ahora sólo estábamos “éso” y yo. Estaba oscuro pero vi brillar lo que parecían ser… ¿unos ojos? Se detuvo en la penumbra delante del cuerpo inerte de la hembra de gorila. Lo observó y olisqueó con curiosidad. En cuanto a mí ¿qué hice? No, yo no voy a mentir ni a exagerar ¿de qué me serviría? Sencillamente permanecí paralizado. Por el contrario yo sí pude pensar y hasta quizá demasiado, pero hay situaciones en que pensar apenas sirve de nada. Sobre todo cuando a uno no le queda ni valor ni margen de maniobra aceptable para reaccionar. Y ese era mi caso. Estaba aturdido y en tensión. De hecho me sentía como un fardo, incapaz de dar un paso adelante. Ya que presentí que de intentarlo el ser se abalanzaría sobre mí. Aunque dadas las circunstancias me dio igual; porque fui consciente de que las piernas tampoco iban a responderme. ¡Estaba a su merced! A fin de cuentas ese instante resume lo que en adelante ha sido mi vida. Moviéndome en todo momento con cautela, y a veces, sintiendo con vergüenza mi propia impotencia para afrontar las cosas como debe de ser. En realidad igual que cualquier hombre cuando está a merced de la naturaleza. Claro que... pongamos por caso ¿Y si yo estaba enfermo, padecía las fiebres y ni siquiera fui consciente de lo que vi y aluciné? Pudo no haber sido más que eso y aquello que vi en realidad sólo fue un… gorila. Quizá mayor de lo normal pero... ¡de algo estoy seguro! Debía ser endiabladamente ágil, porque sin apenas hacer ruido lo tuve junto a mí.
Estaba casi a mi altura cuando se detuvo y me escrutó con curiosidad... o temor. ¿El mismo temor que yo sentía? Tan próximo que pude escuchar su profunda respiración. Tan cerca que pudo haberme destripado con sus fuertes extremidades. Y yo, no supe hacer otra cosa que gemir. Y eso... ¿me salvó? El hecho es que de algún modo ese “ser”, aquella pesadilla espantosa y deforme, no llegó a tocarme.
De repente fui consciente ¡en mis manos tenía el arma! El Colt empezó a deslizarse entre mis dedos sudorosos se me escapó y fue a parar al suelo. Sólo hubo un leve contacto. Luego ¡la detonación! Y en un abrir y cerrar de ojos, o yo desperté de un mal sueño, o el Kuhará o lo que fuera se había evaporado. Lo irónico es que ni siquiera fui capaz de utilizarla por mí mismo.

Pero ahí no acabó la historia sino hizo solo que empezar ¿Cuánto tardé? ¿días? O fueron semanas el tiempo que invertí en abrirme paso hasta dar con una pista. ¡No lo sé! El hecho es que aquellos momentos, los que habité, dormí y me alimenté en la selva los recuerdo como la experiencia más dura y terrible de mi vida. ¿Cómo fui capaz sobrevivir? Ni siquiera hoy alcanzo a comprenderlo. Mi ropa acabó hecha jirones de deambular perdido entre la maraña. Como estiletes, los espinos laceraban cualquier fracción de mi cuerpo hasta que mi carne llegó a ser una masilla podrida y sudorosa, llena de heridas que olían a muerto y dolían tanto como si me atravesaran con púas los tendones. Sólo fui capaz de superar aquel trance mediante una voluntad desconocida y aún hoy difícil de imaginar.
Los mosquitos chupaban mi sangre a placer… De noche me recogía entre las rocas, siempre con temor a ser mordido o picado por un reptil o insecto venenoso. Pero si había algún dolor insoportable ése fue el dolor mental al que estuve todo el tiempo sometido. Y veía brillar ojos. Ojos de fieras que pasaban cerca, y en muchos casos no entenderé por qué, me descartaron como fácil alimento. Hacía calor sofocante de día y frío por la noche en la selva. Me detenía solo las veces que mi cuerpo extenuado me obligaba a alimentarme para no morir de hambre, o para descansar y no reventar de agotamiento. Me alimentaba de cualquier cosa que al azar se pusiera a mi alcance; ya fueran insectos, gusanos o raíces. Así era mi dieta y me daba igual qué comiera o si era o no repulsiva. Vivía siempre con miedo y las noches que la pesadilla duró, percibí siempre su presencia y supe que estaba ahí: escrutándome, o quizá jugando conmigo como si yo no fuera más de lo que en realidad era o sentía ser: una débil presa al borde del colapso.
Pero lo logré. Alcancé una pista. Una de esas pistas desiertas y kilométricas que jalonan la selva. Y una vez allí, primero comencé a esperar con aliento y luego a desesperar. Aguardé días y noches de luna llena e impactante claridad, en las que nunca dejé de tener presente que del lado de la maraña “eso” continuaba observándome o me esperaba. Sentado como alma en pena miraba de reojo hacia el lugar donde sabía… y escuchaba ruidos, chasquidos extraños... No podía dejar de temblar porque tenía miedo y estaba enfermo y también porque al final tampoco tenía esperanzas de sobrevivir. Seguro. ¡Un día más y hubiera muerto...! Pero esperé, supe esperar hasta el día en que encontrándome al borde de la locura y el desfallecimiento me recogió el camionero.

Era de noche cuando subí al camión de un hombre sobre todo valiente. Sí, porque ahora sé que para recorrer esa ruta de noche hay que ser o valiente o un loco. Y... ¡no! No quería mirar atrás porque sabía que “eso” estaría ahí: observándome; contemplando cómo me iba si es que no se había encaramado al camión. ¡De golpe volví la vista atrás! Lo sé. Reconozco que solo el hecho de sugerir esa posibilidad provocó que el miedo me atenazara. Y “eso” estaba ¡ahí! En el camino. Justo en el lugar donde segundos antes me había recogido el camión. No, por supuesto, no le dije nada al hombre. Ni una palabra. ¿De qué habría servido? ¿Para que se riera de mí? O para estimular su codicia. Pero por desgracia no hizo falta que yo hablara. Lo aseguro. Él mismo lo descubrió sin que yo se lo dijera. Y avivado por la curiosidad o su propia e inmensa idiotez, nada más verlo – yo lo había juzgado un hombre sensato – empezó a girar. Quería... ¡pretendía volver a encontrarse con el horror! Y ¡Por Dios! ¡Eso nunca! “Por favor no lo hagas” le supliqué al principio con moderación. Y a continuación, como siguió en sus trece, se lo advertí. Le sugerí con dureza: “¡Retrocede! Retrocede ahora. ¡Aún puedes!” Entonces murmuré. “No... No me harás volver otra vez al infierno.” Él me miró con sorpresa. Pero no entendió o no quiso hacerlo. Como Otto, como Litongó y como todos los hombres de por allí, vivía a su aire. Tomaba lo que quería sin respetar más que lo que le dictara el deseo: El capricho era su ley. No hubo tiempo para explicaciones ni reflexiones. Jamás... ¡Nunca podría permitírselo a él ni a nadie! Pero él no se dignó escuchar. Y esa vez tuvo que ser la primera que yo utilicé un arma. Y créanme. Al percutir el gatillo no sentí dolor ni desesperación, ni tan siquiera un leve malestar por lo que hice sino sólo – y así fue en realidad – un profundo alivio...


José Fernández del Vallado García Agulló.16/06/2002.


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