sábado, 23 de junio de 2007

4

Ausencia...



Hacía un atardecer tormentoso, un viento racheado agrietaba los labios en mi semblante petrificando lágrimas de cristal en mis mejillas. Ajeno a la situación, mi organismo parecía gozar discurriendo a tropiezos entre el roquedo de la campiña. Lo había entrevisto… No, lo presentí hace ya tiempo. Supe que jamás podría presenciar las estrellas junto a Layla. Lo comprendí cuando sobrevolé aquel país lejano y agreste, no antes…


viento que acaricias
una suave flor
alojada en mi corazón,
vas sangrando y deshojándome
quitándome los brazos...
vas golpeando el recuerdo,
y la lejanía contra el mar,
rompiendo las olas,
que se agigantan en mi llanto...


Quizá todo se desencadenó cuando ella me envió la carta con la imagen en la cual se abrazaba de forma alegre, casi ingenua, como sólo una madre sabe hacerlo con un hijo, a aquel joven de semblante inmaculado. Sentí vergüenza de mi rácano egoísmo, de mi alma de persona envilecida. Pero ya era tarde, una extraña furia celosa se apoderó de mí y comencé a hostigarla sin sentido. En realidad no había motivo, jamás lo hubo.


temblando voy hacia sus manos,
el miedo me hace su esclavo,
me encadena con furia,
me adormece en un sueño profundo
senda inútil y cruel, de árboles agresivos
mi orgullo va diseminado entre ramas,
rasgando tus pétalos...


Luego, cuando más lo necesitaba no acudí a la cita. La deflagración se produjo, y aún sigo sin explicarme porqué me sentí incapaz de estar en el lugar que me hubiera correspondido…
Fui mezquino, la abandoné cuando mi corazón bullía por ella y de pronto aquel día, de la forma más misteriosa y cruel, pagué mis errores y se desvaneció dejándome solo, vacío, destruido...


me enredo en sus labios
Van derritiéndose mis caminos
Mientras la luna va brillando
Emergiendo entre mis dedos,
La opción de ser libre,
Se ha quebrado en un eclipse
Que hoy nos hace,
Palparnos a ciegas,
Interminables hallazgos
Plenos en penurias,
Hoy el sol no respira en mi,
Exhalan sus rayos en mis poros
Quemándome una vez mas...


Nubes cobrizas se insinuaban etéreas y bosquejaban perfiles grumosos, ante un firmamento en declive, un suave velo de lluvia acarició mi rostro lacrimoso.
Fue un aliento fugaz. ¡Deseé ser ella, volar como ella! Me situé al borde del acantilado, me desnudé, cerré los ojos y extendí ambos brazos. Entonces salté y planeé hasta alcanzar el reverso de la existencia. Nada más verme llegar me hizo hueco a su lado. Al horizonte, divisé una luz eterna, cegadora, ella enfiló en su dirección. La seguí forcejeando, girando, asiéndome a sus frágiles extremidades, desnudándola…
Como un denso torbellino de promisión y bonanza recibimos su luz y nuestras vidas comenzaron a forjarse una vez más…



un túnel eterno,
jugando con la miseria humana
está flameando cerca de mi alma,
entre llamas azules,
desarmado y vagabundo
esta mi cuerpo que cuelga
de una de tus uñas,
vas hilando y destejiendo
mi rasgado destino,
yo solo cierro mis ojos,
mientras guardo la rosa
dentro de mi boca,
se tritura mi lengua
y ahora no podré gritar…


Prosa de Josef, Versos de Ameba. Año 2007. De la página de los cuentos.net.

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martes, 19 de junio de 2007

1

Un vivo recuerdo más…


Tras horas de inmovilidad; sentado sobre la silla, delante del papel. Cavilando a impulsos, sin concretarse en nada en especial, vino por sí solo, de la nada, como un obsequio anexo. De esos que acechan con sigilo en el interior de una mente para proyectarse cuando menos se esperan.
Recordó aquel día hace años. La ciudad sucia, tonos grises, marrones y oscuros. Árboles inclusos tras la verja del Parque del Moro, desgranando con el viento palmeadas y cobrizas hojas de plátano. La tarde… El ambiente lóbrego y nublado. Un cuadro de nubes melancólicas y a la vez amenazantes, que intimidaban temporal. El frío afilado, hiriente. La marea metálica, sorda, agravante, en perseverante combustión de gases inflamables; carcasas saturando la rebosada cuesta del Moro.

Estuvieron dando vueltas, indecisos, a punto de tomar un taxi. Finalmente subieron al autobús que los condujo al barrio en las afueras.
Ella, junto a él. Era chocante, sus ojos como brillantes azules no desentonaban bajo su cabellera negra, lacia y recortada, similar a una peluca de una egipcia de la antigüedad. Iban en silencio, sin apenas hablarse, ni rozarse. Su perfume suave, delicado, ni siquiera era intenso, pero sí profundo. Seguro, no era Dior ni Channel. Se conocían desde hacía poco, nada más verse se sonrieron mutuamente. Ninguno supo qué hacer o decir…

La fiesta… ¿Animada? Demasiada gente extraña. ¿De otro mundo? Todos eran jóvenes; juventud grabada en un mapa. Le resultaba dificultoso recordar caras, gestos, conversaciones. En cambio oyó risas fanfarronas, bromas indecisas, ruidos de vajilla… No conocía a nadie y no volvería a verlos; tampoco eso importaba. Estaba ella. Su semblante se revelaba vivo en medio de una fiesta de ánimas. También estuvo el amigo. Quien los presentó. Apenas retenía de qué hablaron. Sólo importaba ella...

Estaba nervioso. Apestaba a colonia. Siempre huele fuerte en lugares así, al principio después… es peor todavía.
La música, antiguas melodías que su percepción volvió a rescatar puras y modernas, como lo fueron.
Y allí estaba la mujer a quien amó. Su amor, si hubo amor… Hablaron. La conversación duró media hora o quizá menos. Pareció más pero fue suficiente, hablaron, sonrieron. Sostuvieron un contacto inolvidable, feliz e irreversible. Y en la terraza, acomodados entre cachivaches inútiles, tiritando de turbación, se besaron una vez. Aquella vez… Después, sus vidas se fueron cegando, separando. La vida y el mundo los separó. Sin embargo no todo acabó, ella está ahí, para siempre, a su lado. Es un vivo recuerdo más…


José Fernández del Vallado. Josef. 2007.

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viernes, 15 de junio de 2007

1

DUNA.


Ahí estaba… solo. Siempre lo había estado, sin ser capaz de acostumbrarse a la soledad. No obstante, por vez primera, tuvo la extraña sensación de encontrarse a gusto en su aislamiento. Algo le hizo reírse sin saber bien el porqué. Tal vez se riera de él mismo, de su absurda situación, aunque a lo mejor no era más que satisfacción de saberse allí. Sí – podía ser – se dijo a sí mismo. Y prosiguió sonriendo con mayor complacencia si cabe.

Estaba sentado en la cima de una duna, en el desierto del Sahara, en algún lugar fronterizo entre Marruecos y Argelia. Había vuelto al desierto, a su desierto anhelado, para presenciar fascinado su impresionante vacío, o quizá para evocar en silencio sus ya olvidados días de felicidad. Hacía cuarenta años estuvo allí. No exactamente en el mismo emplazamiento, ya que aquello era prácticamente imposible. A no ser que en su día se hubieran tomado referencias desde un satélite y posteriormente se hubiesen medido parámetros y calculado en qué dirección y cuántos metros se había desplazado la duna durante ese periodo. Probablemente ahora se hallara descansando sobre cualquier otra altitud. Dado que aquello era un mar de dunas y las dunas se desplazan en la tierra al igual que olas en el océano. Eran muchos años, pensó. Serían casi las tres cuartas partes de su vida, pues no albergaba sobrepasar el cercano cenit de los setenta. Se sabía viejo y enfermo, sin apenas fuerzas, y en realidad se estaba muriendo. Era plenamente consciente del hecho.

Pese a mostrar cierto desasosiego, deseaba adivinar cómo iba a ser el momento en que habría de codearse con la muerte. ¿Reaccionaría? ¿Suplicaría por su vida? ¿Advertiría diferencia entre estar vivo o muerto? ¿Lo sabría?
Sin duda lo discerniría, pues ahora podía tener la certeza de estar vivo a través de sus actos: transpiraba, hablaba, sentía… Aunque en ciertos momentos aquello no fuera más que una vaga intuición.

Inmerso en sus pensamientos se preguntó. ¿Qué le había inducido a volver a ese lugar? Él, quien lo había encajado todo en la vida. Viéndose involucrado, en ocasiones, a luchar por conservar su vida; e incluso, comprometido a asesinar a sangre fría. ¿Y qué era la sangre fría? No, nada era cierto. La sangre fría no existía. Sólo era un concepto, un término urdido por el hombre para definir un estado hipotético. Aunque si se diseccionaba a fondo dicho concepto, un sentimiento permanecía insondable, omnipresente, y pese a resultar sencillo de pronunciar era… tan duro de sobrellevar. Lo vio con claridad: ¡Miedo! Aquello sí era tangible. Podía palparlo de muchas maneras y además, de cuántas maneras...
En parte aquello le indujo a realizar cuanto había hecho en la vida y también, a destruir lo que se había interpuesto. A fin de cuentas, en qué residía el juego de la existencia sino en una sucesión de vida y muerte, resolvió.

Volvió a echar de menos las horas perdidas, desperdiciadas en inútiles combates. Y percibió, que aunque él ya no estuviera, de alguna forma seguiría hallándose siempre. Si bien, si le fuese concedido vivir por más tiempo… Aunque tan sólo fuese constituyendo materia orgánica, o más exactamente, pensó con amargura, desecho inorgánico. No volvería a repetir las mismas atrocidades.
Pero era tarde ya para suplicar. Para volverse a mirar atrás. A partir de ese momento no se sentía ligado a nada, ni a nadie. No tenía ataduras ni por lo tanto, responsabilidades. Por el contrario era libre de hacer lo que quisiera. Y por una vez lo hacía. Había vuelto a África, su continente secreto. El último lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Y aunque lo hicieran ¿qué importancia podría tener ya?

Pese a todo, nadie le juzgaría. Al menos, no serían personas manchadas de sangre como él quienes lo hicieran. Sería esa tierra, esa arena descarnada y en apariencia despojada de vida, quien irónicamente y por sí sola, se encargara de hacerle contraer su deuda con la vida.

Una leve brisa sahariana comenzó a soplar y alborotó sus cabellos canos. Como suaves telas de araña, cubrieron en parte sus severas y ajadas facciones. Con manos temblorosas realizó un infructuoso amago tratando de retirarlos; se le enredaban y le penetraban en los ojos. Unos ojos gris azulado, que contemplaban dilatados la desoladora belleza del paraje agreste. Le costaba creer que todo siguiera igual después de tanto tiempo. Sobre todo, cuando las cosas cambian con desigual rapidez. Pero en el desierto, reflexionó, el tiempo no importaba y su espacio permanecía inmutable tal y como lo recordara desde siempre. Con las mismas dunas de líneas sinuosas, zigzagueando, describiendo semicírculos, coronando movedizas pirámides. Las mismas dunas de colores tornasolados: naranjas, ocres, amarillas intensas o mortecinas. Sin duda, en tanto la mano del hombre no las violara, seguirían siendo eternamente hermosas.

Tuvo sed y abrió la cantimplora. Apuró el último sorbo de agua en su reseca garganta, pero no aplacó su sed. La garrafa con el agua aguardaba abajo, en el interior del Land Rover. Ahora apenas un punto en el mar de arena. Allí también le esperaba Amhed, resguardado bajo la sombra protectora de una indolente palmera que desafiaba la mortal aridez de la explanada desértica.

Amhed no subiría. Sus órdenes tajantes eran permanecer allí pasara lo que pasara. Y Amhed respetaba las razones del viejo testarudo, su señor desde hacía años. No subiría. Y Dios le guardara de incumplir su mandato.

Transcurrieron horas en las que discernir si el tiempo discurría o no tan sólo estaba marcado por el lento declinar del sol, que acercándose imparable hasta la línea crepuscular, fue sumergiéndose en ella.

Al hombre le zumbaban las sienes y empezó a sentir el dolor de unos labios agrietados. En ese preciso momento recordó la mandarina que le aguardaba en el interior de la mochila; sin poderse contener, la tomó. Pero cuando la tuvo en su mano, comprobó que era en exceso pequeña para aliviar la sed. Inconscientemente la elevó hasta la altura de sus ojos y la comparó con el sol, al que sólo pudo mirar de frente gracias a sus lentes oscuras. Sí, era diminuta al lado del astro; en realidad cualquier cosa resultaba insignificante en presencia de la constelación de ardiente fuego nuclear. Sin embargo, era de un naranja intenso, casi rojo, similar al sol en dicho momento. Exhibía un tono desafiante. Como si retara a la estrella o quizá tan sólo la imitara a aquella hora del atardecer. Con su redondez exagerada, casi perfecta. No la abrió. Sencillamente la depositó sobre la cima de la duna y liberándola, la dejó deslizarse hacia el lado que la curva oscilante de la arena tuvo el capricho de ceder. La mandarina se escurrió pendiente abajo y desapareció absorbida en las tinieblas de la noche.

Cerró los ojos, y experimentó una rara y a la vez reconfortante sensación de bienestar. Y cuando volvió a abrirlos de nuevo, vio al sol fundirse en el horizonte y desaparecer engullido por las fuerzas de la tierra.

La noche sobrepasó al crepúsculo y la luna alcanzó su cenit. El hombre sintió un frío lacerante, que transformó sus exiguas y exprimidas gotas de sudor, en pequeños témpanos a la deriva que vagaban por su abultado cuerpo de viejo.

Más abajo, del infierno, surgieron cientos de hogueras y formaron una cadena de puntos luminosos que titilaban indecisos en la oscuridad, en tanto trataban de proporcionar algo de calor al frío rostro de dudosa candidez de la luna. Entonces se oyó el tambor del Tuareg, acompañado del triste lamento del chacal. Y a lo lejos, procedentes del vasto erial, se sumaron muchos más. Hasta que alertado, el fragor del simún, mediante su aliento, una por una extinguió las incipientes llamas, y solo permanecieron cenizas incandescentes.

Aquello duró parte de la noche, derivó en un incongruente susurro y finalmente cesó.

Al amanecer continuaba en lo alto de la duna. El más absoluto silencio lo envolvía y abrumaba. No había un ápice de brisa, no se oía el canto de pájaro alguno, ni cualquier rumor por leve que fuera delataba la presencia de vida humana o animal. Puesto que en semejante entorno, pocos seres vivos son capaces de sobrevivir. El hombre sólo escuchaba latir su corazón.

Luego vino la aurora. Y cuando el primer rayo del alba comenzó a despuntar bañando las rocas de luces mortecinas, al hallarse sometidas al brusco cambio de temperatura, chirriaron su indigno sufrimiento. Ese rayo también señaló al hombre, y su débil corazón extenuado de angustia, no aguantó más...

José Fernández del Vallado. Abril 2006. Arreglos mayo 2007.

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jueves, 14 de junio de 2007

1

Solaz Ebriedad.





La mañana en la que fui declarado culpable y acusado a cuatro años de pena por atropellar a un transeúnte circulando en estado de ebriedad, estaba sentado en uno de los bancos de madera de teka de la audiencia. Tenía los labios oprimidos, la expresión torcida, y mis ojos azules abiertos de par en par, apenas parpadeaban mientras permanecían inmóviles sobre el rostro de la juez. Aunque, hubiera bastado con que uno solo de aquellos distinguidos magistrados se incorporaran y me dedicara unos instantes de atención, para precisar que yo en realidad no escuchaba. Era cierto, ni siquiera estaba presente. Me había ausentado. Para ser exactos lo que se había interrumpido era mi cerebro.



Era curioso, pensé. Podía ver a Cristina como si la tuviera delante de mí.

¿Era hermosa? Más que eso. Veía su semblante de sonrisa desenvuelta resaltar sobre su cérea piel de impetuosa andaluza, su nariz fina y perfilada, su cabello oscuro con tonalidades rojizas, y aquellos ojos almibarados capaces de dosificar por igual odio y pasión; y que ciertas veces, reflejaban un inexplicable destello de temor. Por ello, no era aconsejable adentrarse en sus canales sin correr la posibilidad de perderse en un laberinto de dudosa oscuridad y peligro.



Recordaba el día anterior a que todo sucediera, de eso hacían casi cuatro años, aunque la distancia y el paso del tiempo apenas habían hecho mella en mi ánfora de vidrio, donde todo continuaba conservándose igual de hermoso y sublime. Ese día hicimos nuestro tercer aniversario como pareja. Dejé atrás mi trabajo. Era una firma de contabilidad donde todo funcionaba en base a sumar y restar, y en la que yo tan sólo era un número con un sueldo que fluctuaba al impreciso ritmo de la bolsa.

Iba a recogerla a su casa. En la carretera, como torrentes de agua translúcida, los destellos tibios del sol iluminaban mi semblante transpirado, en el cual se dibujaba una indecible sonrisa de satisfacción. A mi lado, dentro de un paquete verde, unos preciosos jeans, un juego de pulseras de bronce y en mi bolsillo, en una cajita negra aterciopelada, mi sueño: El anillo de compromiso.



Vino a mí apresurada, con su adorable andar patizambo, jadeaba de ansiedad y regocijo. Nos dirigimos al parque, caminamos poco y en seguida nos acomodamos en un banco. Le entregué la bolsa con los regalos. Comenzó a estudiarlos con detenimiento; los jeans le encantaron. No pudo resistirse; carcajeando se ocultó bajo unos aligustres y se cambió. Le quedaban perfectos. Me sabía sus medidas al dedillo. Nos besábamos, pensaba en hacerle entrega del anillo, cuando una nube comenzó a cubrir el sol lentamente y en instantes, la tímida llovizna se transformó en rabiosa tormenta. Cubriéndonos con la bolsa y los viejos pantalones, abrazados, sin cesar de reír, escapamos al coche. Y cuando estuvimos dentro, empapados, permanecimos en silencio. El atardecer se diluía y ella, ella era un sombra dulce de ojos brillantes. ¿Quién era? ¿De dónde venía? Sostuve siempre que se trataba de una diosa naciente que acudió para salvarme cuando estaba perdido en situación de luz roja en la ciudad. Y estaba allí, conmigo. Sus senos oscuros, de pezones rojizos, suaves como aglutinante; sus labios blandos encarnados y carnosos. Sus manos, ágiles almohadilladas de felino; su cabello suave y resistente. “Mírame, rózame, deséame. Unamos vidas y desamparos.”



Perdí la confianza en existir cuando mi mejor amigo murió en un terrible accidente. Ella me enseñó como respirar de nuevo en la putrefacción de la ciénaga. En cambio ahora mi exterior seguía inmóvil, en apariencia establecido, fijado en el banco de la fría sala de audiencias, mientras mi interior se agitaba y casi gemía, en tanto contemplaba evolucionar aquel perfil sugestivo, cuyos rasgos de espectro felino se despojaban de los jeans que le compré para permitir unirme a ella. Sus piernas largas, pulidas, extremas, nuestros agitados vahídos. El auto se convirtió en un generador de calor apasionado donde rompimos a sudar hasta finalizar...



A continuación fuimos al cine. Se proyectaba una película, no recuerdo su título, pero sí a su actor principal: Hugh Grant, el inglés de la eterna sonrisa.

Se abrazó a mí durante la proyección y no cesó de reír los absurdos gags humorísticos.

Luego cenamos en un restaurante del centro. El ambiente estaba cargado y tampoco me decidí a entregarle el anillo. Sobre las dos de la madrugada la acompañé hasta el portal de su casa.

Vivía en un barrio sombrío de Villaverde, la calle era angosta y estaba mal alumbrada. Pero eso ya no duraría mucho más, me dije. Aparqué unos números más abajo, me disponía a entregarle el regalo pero antes me sorprendió con la noticia. Me dijo:

“Mañana me voy.”

Recuerdo que en principio lo tomé a broma y me reí. Incluso le contesté algo así como “Claro. Te irás a vivir a un barrio más chulo.” Pero ella se puso grave y señaló. “No. Me voy a vivir con una prima a Ontario, Canadá.”

Lo confieso, tras escuchar aquella frase, me quedé sin palabras; o quienes giraban en mi mente como peonzas eran precisamente las palabras. No era capaz de explicármelo. De pronto, enfáticamente, se abrazó a mí y me dijo:

“Lo sé. Gracias por regalarme estos tres bonitos años.”

¿Y qué sabría ella sobre lo que yo sentía?, me pregunté.

La miré sin voz. Aunque lo hubiera querido, en aquel momento, mi garganta era incapaz de emitir el más leve murmullo de lamento o de queja. Ella prosiguió.

“Todo se acaba en algún momento. Es mejor así.”

Suspiro y añadió.

“Nuestras vidas deben continuar. Tú por tu camino y yo por el mío...”
Recuerdo que llegué a balbucear un tímido: “Y qué hay de... nosotros.”

Cuando formuló su respuesta, mi corazón reventó mil veces como una vajilla defectuosa, y aún hoy sigue haciéndolo:

“¿Lo nuestro? No tiene sentido.”

Sonrió levemente y agregó.

“En realidad jamás lo tuvo. Sólo era pura diversión.”



Como dicen los franceses, estaba “touche*”. Ella me abrazó – ¿una vez más?– No lo sé. Salió del automóvil, y antes de irse definitivamente se acercó a la ventanilla. Mi mente, nublada, estaba sobrecargada de imágenes yuxtapuestas, como un film calcinado. Imaginé que en ese instante me iba a besar, que rectificaría lo dicho anteriormente con la encantadora sonrisa con la cual me había subyugado desde un primer instante. En cambio, de su boca salió:

“Ah, y no llames, ni me sigas. Sería un error por tu parte. Espero que hayas comprendido la situación.”



Al cabo de un rato comprendí la situación: ¡Estaba roto! Entonces hice lo que jamás hubiera imaginado. Yo, una persona en apariencia flemática, e incluso sosegada... La llamé. Tomé el teléfono con ansiedad, las manos me temblaban de desesperación al marcar, y le conté la verdad. Bueno, por primera vez, le relaté una versión a mi gusto. Le dije que tenía un anillo de brillantes para ella por su cumpleaños, y que, debido a la sorpresa, había olvidado entregárselo. Pero que quería dedicarle ese último detalle. Y en el fondo, lo único que deseaba con desesperación, era poder verla otra vez. Sólo una vez más... ¿La última? No, mi mente se oponía con nerviosismo a que fuese la última.



Es difícil precisar lo que puede pasar por el juicio de un ser despechado; tal vez pierda el rumbo y el dominio de la situación. Sí, a veces no sabemos quién o qué clase de ser se esconde en nuestro interior hasta que abordamos momentos de semejante magnitud. Aunque tampoco haya mucho que hacer. Sucede como un relámpago que nos deslumbra y en el cual no hay cabida para reaccionar; y, sin embargo, hemos de justificar cuales son nuestros verdaderos sentimientos, y rápido. ¿Cual era mi disposición hacia ella? Es fácil de resumir. El más profundo intenso e incognoscible amor, de pronto, se había revertido en su más feroz antónimo: odio...

Me detuve frente a la puerta. No tardó en salir del portal a trotecitos con su adorable andar patizambo. Pensé en insultarla, rebajarla, en largarle las insolencias más graves y duras que guardo en mi memoria. Incluso deduje que se merecía un par de guantazos. Pero cuando la vi desenvolverse con aquel estilo, aquella fisonomía de arquetipo delicado, oí su voz vibrar como el trino de un jilguero, contemplé una vez más su reducida cintura oscilarse como la de un histrión, sus manos deslizarse con la suavidad de un felino sobre la ventanilla del coche, a escasos centímetros de las mías, no fui capaz de hacer nada. Excepto respirar sofocado y tratar de retener el momento para procurar que discurriera con la mayor apatía posible.

Y así es como lo recuerdo: A cámara lenta. Pausada, aunque digamos, de baja definición.

Le robé un beso. Un último beso. Y, de repente, no me resultó un ápice semejante a los demás. A aquellos besos divinos, dignos de seres inmortales. Lo supuse, las cosas habían cambiado. En realidad era como si la inmensidad del universo hubiera dado un vuelco de noventa grados sobre noventa. Entonces lo supe. Al percibir revolverse inquieta su maldita lengua de víbora en mi paladar. Aquel era un beso de codicia. Y descubrí más cosas. Ocurrió como si de pronto, y en breves instantes, me retiraran una venda de los ojos, tapones de los oídos, algodones de las fosas nasales. Y todo el estrépito, mal olor, suciedad, asco, y fealdad grosera y oculta hasta entonces, penetraran de súbito en mi interior. El sueño se convirtió en pesadilla. Le entregué el anillo, pisé a fondo el acelerador, y ya no dejé de hacerlo durante toda la noche; cayendo cada vez más y más bajo. Descendiendo a los avernos de una ciudad que desconocía. Sé que hice de todo, y no creo que haya nada de lo que tenga que enorgullecerme aquella noche; con todo, apenas recuerdo... Hasta que toqué fondo y me arrastré como un reptil mutante.


No supe muy bien cómo ocurrió. La cuestión es que de madrugada, bebido como un tonel, con la maldad ardiendo igual que un tizón en mi interior, estaba allí de nuevo. Aguardaba a que ella saliera. Y naturalmente lo hizo. Comenzó a cruzar la avenida rebosante de equipaje. Entré en escena, y la arrollé.



El resto es chapuza ¿pura casualidad? o se lo debo a ella. Por fortuna los inspectores de la policía no saben ni descubrirán jamás nuestra relación. De tal forma nunca seré acusado de alevosía y premeditación y en cuatro años, o tal vez menos, estaré en la calle. Ella misma se cuidó de ocultarlo. Ni siquiera figuraba mi número en su móvil. ¡Ni una palabra, escrito o mero recuerdo sobre mí entre sus pertenencias! Cristina y su solitaria forma de afrontar la existencia. Alejada de su familia a la cual abandonó en su pueblo de Andalucía y borró de sus recuerdos. Mantuvo siempre que lo nuestro era y debería ser algo, secreto. Lo cual convertía nuestra conexión en distinta y maravillosa, afirmaba. Mientras que yo, como un ingenuo, absorbía sus conceptos y la seguía en todos sus… ¿juegos? Porque ahora lo sé. Su proceder se basaba en travesuras. En vivir a costa del otro. Era un maldito juego en el que, ese mismo amanecer descubrí, ebrio, pero conscientemente perverso, tampoco existían los límites...



José Fernández del Vallado. Josef. 2007.

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sábado, 9 de junio de 2007

6

Siempre en el mismo Lugar...




Está siempre en el mismo lugar, inalterable, en “su refugio” de la parada del autobús de la umbría y popular calle Toledo de la que nunca salió. Usa chaquetilla gris de lana recia, zapatillas de fieltro y piel de conejo, un par de polainas de lycra picadas, falda de tejido grueso y una bolsa de plástico conteniendo su vida. A sus espaldas, la puerta azul turquesa del Barclays Bank resalta onerosa; funcionarios trajeados entran, salen, hablan, echan cuentas, y ella prosigue invisible al locuaz proceso de conductas irrevocables que se maneja a su alrededor. Se arrellana ¿quizá a la expectativa de un nuevo y más confortable autobús de existencia? ¿Está exánime en vida? Se me ocurre, que como la vida es un innegable proceso de muerte, ella quizá sólo hace que arrogarse unas horas de empeño…
No habla, dormita y parece aguardar, aunque nunca toma el bus. ¿Acecha? Tampoco dirige la palabra pide perdón reza suplica o se queja, y se fija en el bullicio que gira a su alrededor con el mismo desdén de quien vio desfilar una procesión hace décadas. Poco parece importarle haga frío calor llueva nieve hiele o sople un tifón. Bebe vino rancio, barato, y lo hace con dignidad. Ni siquiera es alcohólica de bulto, no habla sola y si masculla, jamás la verás hacerlo en alto. Al ser preguntada, con amabilidad de salón, responde frases de elegante disuasión. “Está bien. No necesito ayuda. No estoy sola. ¿Si tengo a donde ir? Ya estoy aquí. Este es mi sitio. Mi sitio. Mi sitio… Estoy segura. Sí. No se preocupe. No estoy loca. No. Segura. Segura, por completo.”
En general, la ciudad convive junto a ella, con la misma naturalidad que lo hace con ratas, cucarachas y ladrones; pero ella no tiene que ver. Su cabello cano, su forma de desenvolverse, anuncian dignidad y un pasado, como mínimo, juicioso.

Termino el trabajo de madrugada; es invierno. Vuelvo deprisa, las manos en los bolsillos, el viento desbasta mis labios y silba en mis entrañas, la calle está en silencio y las estrellas titilan de frío. Entonces oigo cantar y la descubro, es ella; mediante un clamor amortiguado, tenue y tierno, exquisito, abrazándose el pecho con sus brazos duros como rizomas, un par de mantas echadas sobre su abultada espalda de vieja, la botella a sus pies, mediada, y la cabeza ladeada, deja escapar notas que hablan sobre un lugar donde una vez hubo amor.
Paso a su lado, por un instante me detengo; pienso en llevármela, la noche es infame, cruel, todos los días pienso en lo mismo y ¿por qué no lo hago? ¿Por qué no sé reaccionar? ¿Soy insensible? Me comporto como la ciudad. ¿Formo parte ya del duro granito y metal de la ciudad? Sí, tal vez…
Está oscuro, algo brilla. Miro al cielo, a las marquesinas de los edificios, parecen retorcerse y agacharse hasta abrazarse entre sí; da la admirable impresión como si desearan resguardar la soledad y el silencio. Hace silencio, excepto la melodía. La miro. Alza la cabeza se vuelve y me contempla, nunca lo hizo antes. Revelo la procedencia del brillo, está en sus ojos. Resplandecen con incisa profundidad en la penumbra, un escalofrío arquea mi cuerpo. Una voz suave, delicada en exceso, me anima con inesperada placidez.
“Vete, regresa a casa. Tu mujer te espera.” Y añade más tensa.
“Lo sé. Sé lo que piensas. Todos lo creen. Pero yo estoy en la mía y No tienes nada que hacer aquí,” advierte. Y sonríe. ¿Sonríe? ¿Está ebria? Cómo sonreír sin tener hogar ni familia ni… ¡nada! Aunque a lo mejor eso es lo que yo establezco…
La miro con miedo, recelo a lo desconocido, lo sobrenatural me aterra, me sobrepasa. Bajo la cabeza, me giro y balbuceo.
“Adiós. Hasta mañana.”
A mis espaldas oigo un bondadoso “hasta siempre.”
Luego, la misma melodía me acompaña durante la noche. Y a la mañana siguiente continúa implantada en mi mente.
Y hoy, tras más de treinta años de aquello, está dentro de mí. Se encuentra siempre en el mismo lugar, “inalterable”, pero a la vez muy tenue tierna y exquisita, abrazada en “su refugio” de la parada del autobús de la umbría y popular calle Toledo de la que nunca tuvo necesidad de salir…


José Fernández del Vallado. Joséf. Junio 2007.

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miércoles, 6 de junio de 2007

4

Escarbando en los recuerdos: Primera tarde de amor.






Otro día. Un día más de imperdonables vueltas y quiebros por un Madrid caótico. Hace calor. Me siento un instante para tomar un refresco y descansar. De pronto me doy cuenta con desconcierto. Estoy sentado – como hice aquel día – justo en el Café Central. En una mesa cercana a la salida del metro Bilbao. Entonces, algo pasa. Me revuelvo incómodo, mientras mi mente sin detenerse comienza a caer, a retroceder, se precipita perdida entre las manecillas del tiempo. De súbito, se detiene. Ante mí se abren unas cortinas y penetro en un escenario del pasado.

He quedado con ella, con mi primer amor…

Nos conocimos días antes, bueno, a decir verdad, nos llevábamos estudiando una temporada. Ella, es amiga de Alicia, compañera mía de toda la vida... Aunque “toda la vida” sean sólo diecisiete años, para mí, eso es ya un vasto mundo.

Es curioso, para ser octubre apenas hace frío. Es una tarde anodina. No es brillante ni oscura, calurosa ni fría. Los contornos son de un color gris apagado en la plaza. Para lucirme, me puse mis pantalones marrones, ceñidos con bolsillos a la altura de los muslos. Como es natural, no están de moda; detesto las modas.

Fumo cigarrillos rubios, fortuna, y voy por la segunda cerveza mahou. Ni que decir, me encuentro inseguro, y por ello, nervioso.
Mis ojos, mi mirada, mi tensión, no se apartan un instante de la bocana oscura del metro. Origen de mi angustia y a la vez perentoria ansiedad. En manadas, la gente brota expulsada de su infierno viciado y calorífero.

He quedado con ella, con mi primer amor…

El gentío, es también para mí una masa gris multiforme; sin color apariencia, ni voz. Los sonidos se mezclan confusos, forman un estrépito que crea un fondo similar al falso escenario de un metraje.

Y de repente, allí está. Viste una chaquetilla amarilla, pantalones negros, ajustados. Su cabello rubio, ceñido en una coleta, deslumbra destacando sobre el gris enrevesado e iracundo de la ciudad inmersa en su interminable guerra comercial.

Alzo la mano. Me descubre, ladea la cabeza. Sus labios finos y anaranjados, sin pintar, despliegan una sonrisa que subyuga por completo mis ideas, mi raciocinio, mi carácter. ¿Dónde estoy? Me cuesta encontrarme a mí mismo replegado bajo el paraguas que forma su primer beso cálido, directo, sin rubor; pero más me pasma preguntarme. ¿Dónde estuve esos años? ¿Perdí el tiempo retozando entre cochecitos, baloncesto y demás… mientras mi clarividencia me negaba la existencia de tan sublime paraíso?

En un instante ella está sentada a mi lado y habla sin cesar. Yo, por el contrario, apenas soy capaz de articular escuetos movimientos, siempre afirmativos, con la cabeza. Porque, tras recibir su primer beso, es mi unidad superior, la única extremidad que no tiembla.

Al cabo de indescifrables momentos, dejamos el lugar y avanzamos calle abajo. ¿La tomo de la mano o es ella quien lo hace? Sí, ella está segura. Se conduce en el camino del amor con innato placer y sabiduría. ¿Está acostumbrada? En realidad está a años luz, pero aquella tarde nuestras mentes, nuestras palabras, nuestros actos, por una vez se aproximan. No está mal lo que a veces pueden lograr dos personas dos espíritus, que no tienen nada que ver en la vida. Ella es en todo diferente. Según vamos hablando, lo averiguo. Pero no le doy importancia. Las diferencias no existen en el amor, sino fuera de él, percibo. Y, sin embargo, nuestras vidas se han aproximado por una tarde, por unos meses, y volverán a separarse para siempre, por y para la eternidad. Ahí radica lo maravilloso de la vida. Y ya jamás la olvidaré. Quedan los recuerdos. ¿Para qué sirven? ¿Y qué haríamos sin ellos?

Entramos en un bar. Llevamos caminando toda la tarde; dio igual de qué habláramos. Abajo hay un apartado. Allí nos reencontramos, tratamos de atravesarnos, de desnudarnos mutuamente sin palabras. Olvidamos las preguntas, las dejamos atrás. En el fondo sabemos que no son preguntas lo que uno busca en la vida sino respuestas. El primer beso es sensual y apasionado. Como hacer el amor con la boca. Después nos abrazamos, nos restregamos. ¿Cuánto tiempo estamos así? Me hubiera gustado cronometrarlo. Hoy me pongo científico. En el fondo me da cierta envidia pensar lo que fui y era capaz de hacer a tumba abierta. Ahora soy más introspectivo; pero ¿para qué serlo si existió el amor verdadero?
Sí… ese amor que hoy también está en situación de peligro. Explotado por el marketing de multinacionales y convertido en espectáculo de masas. ¿Cuantos creen ya que exista? ¿Qué sea posible? Aunque parezca mentira han hecho de el otro valor en decadencia, en exterminio. Puesto en el punto de mira de una sociedad ambiciosa y depredadora, enloquecida por un ilusorio valor monetario. Puestos a pensar: ¿Qué dirá la historia de este periodo “oscuro” si acaso se logra superar? Por el momento no hay indicios de que vayamos a hacerlo. Hoy, somos más egoístas que nunca. Sí, tú yo, nosotros: ¡Todos!

Y sin embargo, había quedado con ella, con mi primer amor…

La tomé entre mis brazos y la besé y nos besamos y la acaricié. Ella hizo otro tanto conmigo. Y suspiramos hondo y olvidamos, y olvidamos que allá fuera, en el exterior, lejos o quizá al lado mismo, hacía frío y había gente sin hogar; gente muriendo en guerras; padeciendo suplicios, torturas; gente viviendo esclavizada o derrochando millones y creyéndose dioses; gente asesinando; gente asesinada, ultrajada, violada… Y entre todo ese marasmo de humanidad, estaban esas personas, tal vez las más viles. Pues buscan comerciar con el amor y hacer de el un espectáculo banal y aberrante; con el único objeto de llenar de sucio dinero sus asquerosas cuentas bancarias.

La tomé entre mis brazos, salimos del local, ya era de noche. No hacía frío ni calor, no se oían voces ni ruidos altisonantes. En realidad, podría decirse, todo era “casi perfecto.” Hablábamos con absoluta franqueza y sonreíamos en todo momento sin desprendernos nunca de la mano y sin titubear. Y así era; en aquellos momentos éramos y fuimos, inmensamente felices. Fuimos uno. Y ahora, debo confesar que pocas, muy pocas veces, he sentido una felicidad tan sana y pura sin tener nada más que ofrecer que amor por amor a cambio de mucho más amor…


José Fernández del Vallado. Josef. 2007.


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viernes, 1 de junio de 2007

3

Escarbando en los recuerdos: La canica.








Una tarde, removiendo en mi cuarto trastero, descubrí un pequeño cofre de madera; era verde satinado. Mediría unos quince centímetros de largo por diez de ancho. No recordaba de donde salía aquel misterioso objeto hasta que lo abrí.

Dentro hallé cuidadosamente dobladas unas hojas. Contenían las letras de canciones que compuse para un grupo del que formé parte a los diecisiete años, y cartas de amor que escribí sin enviar expresando mis anhelos a la que tal vez fue la primera novia de mi vida. Al proseguir recogiéndolas, de entre ellas, se deslizó una canica de vidrio con vetas de color difuminado. La tomé entre mis manos y la observé con detenimiento. Tenía una muesca en su superficie. De súbito la reconocí. Entonces mi vida dio un vuelco y el pasado retornó a mí en toda su potencia y esplendor.

Hacía una tarde sofocada en angustioso calor; atardecer de verano, supongo. Aunque no recuerdo bien en qué fecha estábamos, escarbando en los recuerdos, veo a mi madre disponiéndose a llevarnos a mi hermano y a mí a la Finca del Pardo, para así tratar de escaparse unos instantes de la ciudad y su agobiante entorno de calor. Tal vez nos bañáramos en una poza del río, y aunque no sepa con certeza si llegué a hacerlo una vez, sospecho que así fue.
Mi hermano: delgado, de brazos largos, tórax comprimido, cuello fino y estrecho, boca pequeña de labios torcidos. Sus ojos, redondos y brillantes como canicas, observaban con curiosa intensidad, y a veces aire de desconcierto, la vida que rondaba nuestro alrededor.

Mi hermano, jamás fue jugador, y sin embargo aquella tarde supo competir…

Mientras se arreglaba, nuestra madre nos mandó bajar y esperarla en el portal del edificio.

Salimos correteando. Benjamín, el portero, no salió a recibirnos. Lo cual nos dio la confianza para desenvolvernos quizá con mayor desahogo. No sé de quién partió la idea. Tal vez de mi mismo. Recuerdo que por aquella época se estilaba jugar a las canicas y también, que fue el primer juego que me enseñó de alguna forma a vislumbrar la crueldad de la vida.
En la escuela nos entreteníamos apostándolas. Y como suele ocurrir, ganaban los mejores. Por ello no era conveniente tomarles afecto. Pero un niño siempre será un mocoso amoroso. Yo me enamoré de mi primera canica blanca irisada. Era un nuevo modelo muy valorado que acababa de salir en el mercado. Tan sólo tenía una de esa clase; y no estaba dispuesto a perderla. Por eso nunca apostaba con ella. Para superar tales aflicciones tenía las otras; las malas e infravaloradas…

La tarde era apacible. Salimos al patio. No recuerdo cruzarme con ninguna persona mayor. El patio era de tierra amarilla, con setos muy bajos demarcándolo. El lugar ideal para jugar, y donde mi hermano y yo iniciamos la partida.

Mi hermano, jamás fue jugador, pero aquella vez supo competir...

Quizá sea una de las pocas veces que me ganó. Tampoco es que yo sea especialmente bueno en algo, pero él solía ser peor. No le interesaba competir, y hacía muy bien. Aunque no aquella tarde. Aquella tarde, una tras otra, me fue arrebatando las canicas la piel y la sangre; hasta que sólo me quedó la magnífica, la inapostable. Y por una vez, quizá por tratarse de mi hermano, arriesgué y la perdí. Entonces como suele y solía ocurrirnos a menudo a los niños – aunque quizá más a los mayores – no supe perder.
Después de entregársela, angustiado, se la reclamé. Y ahí comenzó el cataclismo. Como es natural se negó a devolverla, ya que la había ganado justamente. Yo era astuto, soy astuto… pero quizá mejor bribón. No sé cómo le engañé. Él me cedió algunas más y jugamos otra vez.

Comenzó a competir con ella. No sé si lo hizo para lucirse o porque yo le dije que no había juego si no la exponía. El caso es que aquella esferita que yo consideraba de mi pertenencia y que había permanecido durante más de dos meses sudada en los bolsillos de mis pequeños y desarrapados vaqueros, se paseaba ante mis ojos. Estaba en manos de otro; y aunque fuera mi hermano, lo único que me importaba era recuperarla. Al cabo de un rato la revancha estaba servida: desperdiciada. Sólo vi una solución para recuperar mi tesoro. La respuesta de los políticos sin recursos, de los oportunistas, de aquellos que cuando crecen se creen superiores. El robo. Arrebaté la canica y salí huyendo.
A mis espaldas oí voces confusas: alto, espera detente… Estaba seguro, mi hermano me perseguía, era mayor, más rápido y sobre todo, más fuerte. De no alcanzar el ascensor me atraparía y entonces ya no habría canica y en cambio sí una tunda y días de sollozos…

Entré en el portal. Corría con locura, como un temporal embravecido; la canica aferrada en mi puño derecho, y es que soy zurdo. Pero la atrapé con la derecha y de allí no saldría.

Alcancé la puerta interna del portal, detrás estaba el ascensor. Era un portón de cristal con marco muy estrecho. Con precipitación apoyé la mano para abrir y en lugar de hacerlo en el marco de madera, lo hice sobre el cristal. Cedió y la atravesé. Una lluvia de espejos afilados se abatió sobre mí, al tiempo, proferí un aullido de angustia y terror… Hoy sigo sin saber de dónde salió ni cómo hice para lograr aquella inflexión desquiciada. Aquel grito profundo y salvaje, con tan sólo siete años. Soy y seré incapaz de repetir nada de semejante intensidad y atrocidad en la vida. Sin duda fue un grito de muerte, ya que la muerte me rondó. Lo supe después. En forma de guillotina, un vidrio permaneció balanceándose, a sólo centímetros de mi nuca. Me lo dijo el portero, que impresionado por la fuerza del alarido, subió las escaleras desde su casa y me sorprendió allí; temblando, pálido y confuso. ¿Mi hermano? No sé. Supongo estaría detrás, sin atreverse a mover un pelo de su alma.

Cuando subía con el portero en el ascensor comencé a sangrar. Parecía un grifo sin presa. Dejé el ascensor cubierto de sangre. Me llevaron a la clínica, iba tan atontado y desfallecido, que casi perdí el conocimiento.
Me lavaron y cuando fueron a anestesiarme alguien se fijó en mi puño crispado. Tuvieron que pedirme que lo abriera. Finalmente, con dificultad, extendí la palma. Y allí; limpia, inmaculada, sin una gota de sangre que empañara su brillante superficie, se hallaba mi valiosa canica con vetas de color difuminado.

José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2007.


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