sábado, 31 de marzo de 2007

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El Voluntario.


Ocurrió después de partir de voluntario en misión militar a aquella tierra desconocida y extranjera. Se llamaba Herminio y se fue muy joven.
Cuando volvió cinco años después ya no era el mismo, parecía tullido y fatigado. Y aunque en físico se hallara presente, lo cierto es que en su interior estaba ausente. Existía un impulso, un instinto u origen desconocido que lo inducía a observar con añoranza o acaso abatimiento, hacia el este. Y así era. Había algo…Ya no era como antes, alegre, extrovertido e incluso, vehemente. Ahora casi no hablaba, demandaba mediante monosílabos, y jamás comentaba nada acerca de su experiencia pasada. Pero si uno escrutaba su semblante sin que él se apercibiera, podía revelar miedo, dudas y acaso… ¿desasosiego?
Nadie, ni sus mejores amigos se explicaban por qué tuvo que ser allí. Por qué despreció la tierra, la gente que lo crió y vio nacer, y huyó a buscar cobijo tras aquel manto de dolor.A veces, durante las fiestas y celebraciones más animadas, cuando la gente se embriagaba y bailoteaba feliz, tomaba un trago de aguardiente. Entonces parecía confortarse y le sobrevenía un arrebato de energía. Sin embargo, no pasaba un rato sin que turbado, se derrumbara y comenzase a llorar. Le preguntaban cuál era el mal que lo apesadumbraba y haciendo aspavientos, apartaba a todos de su lado, y se retiraba al humilde resguardo de ladrillos rojos que él mismo se había construido.
Herminio era herrero. Se formó al volver de esa guerra, o regresó con el oficio ya aprendido.Trabajaba de sol a sol, siempre en soledad, en un fogón oscuro y sofocante. A veces era posible oírlo entonar baladas extrañas en un idioma desconocido, el que hablaban allá, en aquel país ignorado. Algunas tardes acompañaba a los chicos en el parque y jugueteaba con ellos a la pelota. Y cuando libraba, era posible hallarlo mirando hacia el este, en lo alto del “Mirador de la Estaca.”
Transcurridas un par de décadas, una gélida mañana de diciembre, Herminio apareció ebrio en el centro de la plaza. Lo curioso resultó ser que no estaba solo. Iba acompañado. Una chica joven de porte fino, cabellos rubios y sedosos, con la apariencia de una niña, estaba tras él. Lo terrible y extraño de la situación es que ella le apuntaba con su pistola reglamentaria. Lo recuerdo con claridad, era el mismo arma que siempre nos había enseñado con orgullo, ya jamás lo olvidaré. Por aquel entonces era Navidad; una formidable nevada acababa de caer y todo el espacio estaba cubierto por un manto blanco intenso y silencioso.Sin dejar de apuntarlo a la cabeza, en un tono enérgico que resonó claro y seco sobre la insonorizada suavidad algodonosa de la nieve, pronunciando el español con el acento de aquel idioma extraño, la mujer le conminó a que confesara. Tras insistirle un par de veces, acobardado ante el arma, Herminio comenzó a murmurar lo siguiente.
- Ciudadanos… Esta… mujer se llama Mirna… Y es… Dice ser… mi hija…
Se volvió a mirarla suplicante. Pero ella, en tanto aferraba el arma con ambas manos, permanecía inalterable. Le indicó algo más. El negó con la cabeza. Sonó una detonación y la sangre de Herminio salpicó la blancura de la nieve. Lo había herido en un brazo.
Un vecino hizo por salir, pero ella apuntó y realizó un disparó al aire. Tras lo cual, aterrado, el valeroso aventurero perdió los bríos y volvió a recluirse en su hogar.Herminio, balbuceó y siguió.
- Allí… en… Mrska, nos comportamos mal. Violamos… asesinamos… torturamos… Y yo… yo fui de aquellos…
Ella, apuntándolo en la sien, subrayó.
- Vamos… Repite…. ¡Todos puedan saber que monstruo eres tú!
El cuerpo de Herminio se estremecía. Mientras de forma inconsciente, se sujetaba el brazo herido y trataba de aliviarse el dolor. Prosiguió cada vez más alto, como si al hablar una inquina interior naciera y se ampliara in crescendo.
- Sí… Lo hice. ¡Debí haber muerto hace tiempo…! Fui un maldito cobarde… y colaboré…
Ella sonrió entre dientes, y con absoluta frialdad, añadió.
- Sigue… Sigue más ahora…
El dudó. Ella lo empujó por la espalda con el revolver y le escupió con irreverencia.
- Mirna… es… hija de la mujer del alcalde del pueblo de Mrska… El caso es que yo… Yo… me enamoré de aquella mujer… ¡Deseaba a la esposa de…!
Y ella, cada vez con mayor arrebato, dijo.
- ¿Y qué…? A ver ¡qué más…!
- Y lo hice... Ejecuté a su marido y la rapté. Y puesto que jamás logré ganármela… Sino que sólo obtuve su odio y desprecio, durante tres años la mantuve como esclava y la disfruté cuanto quise… Sí… Llegué a ser un cabrón importante… Ejecutaba sin razón a quienes me ponían delante. Yo… me convertí en verdugo ejecutor…
Al tercer año, ella quedó embarazada. Y tuvo a esta bellísima chica...
Ella se rió burlonamente. Él continuó sin afectarse.
- Pero para entonces… todo estaba perdido y yo recelaba de todos… Y por desgracia… Lo sé… ¡Jamás podré aceptar que tú eres mía…!
Una turbia sonrisa resquebrajó el silencio de la plaza del pueblo y aquel ambiente blanco, inmaculado, pareció enrarecerse de forma insoportable. De improviso, una niebla espesa, cerrada, comenzó a envolver el lugar. Y en medio de todo, surgiendo de aquella especie de limbo blanco y ardiente, la desquiciada y horrible risa de Herminio se carcajeaba de la situación. ¿Pero de qué situación? ¿De su desahuciada circunstancia de hombre sin crédito y criminal de guerra? ¿O de la profunda e irreparable brecha de dolor que había creado en la existencia de quien parecía ser hija del mismo… diablo?
Ella lo miró con ojos rojos, dilatados, anegados. ¡Lloraba! Y lo hacía sin emitir un solo gemido. Tal como había aprendido a obrar a través de años de una vida plagada de desvelos, sufrimientos, vejaciones…
Herminio, sumido en una insensata embriaguez, aspiró aire, retorció la cabeza con saña y mientras esbozaba una sonrisa macabra, dijo a voz en grito.
- Por eso tuve que hacerlo.... Maté a tu madre. Por eso… ¡Porque se comportaba como una vulgar ramera sin clase!
Dos detonaciones hendieron el aire como estallidos de ira. Herminio cayó ensangrentado en el centro de la plaza. En cuanto a Mirna, como si fuera una sombra o un alma sin vida, tal como vino, desapareció de la escena para siempre.
Cabe hacerse una pregunta. ¿La chica salió igual al padre… mejor, peor? No, sin duda mejor… Más perfecta si cabe. Ya que no lo mató…
Herminio, tras recibir dos precisos balazos en las piernas, quedó inválido de por vida.
Hoy en día sigue sin hablar. Pero ya es igual, su castigo ha resultado ser peor que la muerte. Se encuentra recluido en un centro donde nadie le dirige una palabra, y su soledad es ya para siempre, absoluta y demencial…


José Fernández del Vallado. Josef. 2007

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jueves, 22 de marzo de 2007

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Tabaco.




Tabaco, humo de pipas, amaneceres frescos y húmedos, vaho de alientos agotados, y aunque parezca imposible, exuberantes de renovada esperanza.

Llantos agudos, eléctricos, de niños quebrados y roncos, a través del transcurso de horas somnolientas y asustadas.

Una senda imparable, polvorienta, corriente de semblantes oscuros, de almas despojadas de aliento pero relucientes de vida. Hedor a existencia constante y tenaz, que no quiere ni desea detenerse en el olvido. Peregrinación por un camino maldito, sin nombre; y donde sin embargo, la debilidad exige la deuda a los organismos peor dispuestos o acaso, indefensos ante el arduo recurso de la vida.

Una parada. Y ante la imposibilidad de hallar un tosco pedazo de alimento que llevarse a la boca, de nuevo, más tabaco. El tabaco ya no se fuma; se mastica, se digiere. Alimenta esa nueva ubicación desconocida del estómago, y alimenta bien…

Asentado en un árbol, un viejo fuma mientras ora plegarias por los hombres de su tribu. No volverá a caminar. Incapaz de continuar sumergido en el intranquilo río de la vida, descansará para siempre. Y, sin embargo, no es en él en quien piensa. No hay el menor vestigio de temor o de duda ante su situación, y lo sabe mejor que nadie. Cumplió su destino en la vida y ante Dios. Y su preocupación ahora se centra en las familias que se sacrifican para salir adelante.

Más allá, en cualquier lugar, está la frontera. Línea imaginaria trazada con regla, cartabón y compás, que divide mundos imaginarios. En uno hay alimentos, vida, esperanzas, alegría…. Y en el otro, sólo quedan ya, campos minados, bombas, cadáveres y… algunas míseras plantaciones de tabaco…



José Fernández del Vallado. 21 Marzo 2007.

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miércoles, 21 de marzo de 2007

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martes, 20 de marzo de 2007

2

Besos al Vuelo...



Recogí tus besos al vuelo,

los mimé, los sequé,

y los prendí con pinzas al pairo.



Activé la radio,

y una sintonía cifrada

me reveló

aromas

de hálitos olvidados

en vastos bosques

remotos

de recuerdos implantados.



Conocí sosiegos

de incidencias alegres

bajo jergones ardientes

y espumosos,

como cálidos oleajes.



Busqué el acceso

hacia esa ruta olvidada

anteriormente inventada,

mediante

el grácil compromiso,

de un volátil beso incomprensible.



Extendí los brazos al cielo

y cuando abarqué el firmamento

me pregunté

por el reverso extraviado

de la mente.



No es fácil volver

donde hubo promesas tajantes

que nunca lo fueron.

No es fácil creer

que el amor existió

cuando la fractura

se hizo omnipotente…



Donde se habló

de fundirse,

de crear savia y simiente

de cincelar tallos compuestos...



…………………..



Por ello hoy,

al verte, aunque

deseé atrapar lo inexistente,

ya no pude penetrar

tus ojos de vidrio;

olvidé tus palabras

de lirio;

y al mirarte,

escuché el silencio,

de una voz que voló y se desmenuzó

perdida en el viento.



Lágrimas desbocadas

de pánico apasionado

estallaron

y ardieron al sol

hasta que oscureció.



Para no tener que escucharte,

ni verte, ni desearte,

activé la radio.

Y al perderte de vista

si es que alguna vez llegué a

advertirte,

lo hice.

Recogí tus besos al vuelo,

los mimé, los sequé,

y los prendí con pinzas al pairo.



José Fernández del Vallado. Josef. Marzo 2007.

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Contrariedad Racional



Etam Khalab no supo cuándo ni cómo sucedió. Pero al abrir los ojos, un polvo espeso y picante le obligó a cerrarlos de nuevo. Y al mismo tiempo, comenzó a sofocarse igual que un pez fuera del agua. Trató de incorporarse, pero aparte que las articulaciones de sus extremidades no le respondieron, algo se lo impedía. Estaba oscuro y resonaban atroces chirridos de la construcción recién desplomada.

No recordaba qué hacía ahí, y tampoco cómo había llegado. De forma inminente dos posibilidades acudieron a su cabeza. La primera, una incursión emboscada de los americanos; la segunda, un fuerte temblor sísmico.
Aguzó el oído y detectó un silencio completo, casi abrumador. Por lo que a continuación descartó la idea del ataque. Ya que de producirse habría habido un rechazo. Y con seguridad, en ese mismo instante, estaría escuchando las bombas y el tableteo de las ametralladoras. Y, sin embargo, nada de eso sucedía. Luego, había sido un terremoto. Un fuerte temblor lo había sorprendido mientras dormía, meditó. Por lo tanto era de noche. ¿Pero qué hora de la noche?

Si era más de medianoche, probablemente, los equipos de salvamento no acudirían hasta el amanecer. Y además ¿quien estaría dispuesto a ayudar a un olvidado poblado kurdo? Se preguntó. Cuando todo el mundo los odiaba y aislaba. Desde luego, sus vecinos turcos no harían gran cosa; en cuanto a sus conciudadanos iraquíes: chiitas y suníes, tampoco. ¿Y los americanos? A aquellos, lo único que les interesaba, era mantener salvaguardados sus recién conquistados pozos. Luego quedaban la Media Luna Roja, la Cruz Roja, y las ONG. Todavía había esperanzas, se dijo más animado. Claro que él habitaba el edificio más grande y alto de la población. Una construcción de cuatro plantas, evocó con espanto. Y más cuando a su mente acudió un nuevo recuerdo. Vivía en la planta baja. Lo cual significaba que ahora estaba enterrado bajo ¡cuatro plantas de escombros! No… tranquilidad. Trató de inspirar aire y su cuerpo entero se estremeció. Sólo entonces fue consciente. Se hallaba anegado en un sudor pegajoso. En cuanto a aquel castañeteo… ¿Qué era? Eran ¿sus mandíbulas al entrechocar entre sí? Entonces ¿qué le estaba ocurriendo? ¿Hacía frío? ¿Calor? ¿Tenía miedo? Sí, con certeza así era; debía hacer un esfuerzo por controlarse. Nada estaba perdido. Los perros hallarían su rastro, solían ser infalibles. Excepto en ciertas ocasiones. Gritaría. Lo oirían y vendrían a por él. De pronto oyó ruidos lejanos. Se escuchaban como una fuente de murmullos inconexos. Desde luego no eran producidos por la edificación. Sí, eran hombres. ¡Fuera había hombres batiendo! Volvería a ver otra vez el sol, las estrellas, la luna y a su… ¿mujer? ¡Dios mío! ¿Y dónde estaba su mujer? En efecto, estaba casado, recordó. Atormentado por un ataque de angustia, gritó. Pero su faringe no profirió sonido alguno. Con dificultad movió una mano, lentamente su extremidad obedeció, se dirigió hacia su garganta y halló un objeto que palpó. Era una forma punzante inserta en su tráquea. Sin apenas considerar el riesgo lo desprendió, y al tantear su textura, supo que se trataba de una aguda lámina de cristal. Entonces pudo sentir el flujo de sangre caliente que manaba a borbotones de la herida. Y, asimismo, pudo apreciar la entidad del objeto pesado que le impedía moverse. Era el cuerpo de ¡Malina, su mujer! recostado sobre el suyo. Y advirtió con horror que ella había dejado de sentir para siempre…

De repente Etam Khalab cesó de tener miedo, dejó de sentirse atormentado, y se sintió formidablemente confortado. Sí, casi caliente y fortalecido bañado en su sangre, que ahora brotaba con profusión. Su mujer estaba allí mismo; con él. No había por qué preocuparse, juntos vivieron y así, muy juntos, morirían. Pasó la mano sobre la nuca de Malina, y a la vez que la acariciaba, realizando un esfuerzo, buscó sus labios y los besó con dulzura...

José Fernández del Vallado. Josef. 17 Marzo 2007

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lunes, 12 de marzo de 2007

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Luces Opacas




Amanecer, luces opacas.
Interruptores que palpitan.
Bocas abiertas, crujientes.

Sonidos sin bullicio y con brillo.
Ladridos de rabia tranquila.
Oscuridad clara, tintineante.

Torres sin filo, de pompa y farol,
cual alfileres irónicos.
Apuntaladas, volumen sobre volumen.
Cuadrículas secas, de geometría ilusoria.
Basuras perennes.

Organismos desechos.
Muñones tersos, hambrientos…
Siglos de suficiencia y sordidez.

Lluvia ácida, marchita, regenerativa.
Brisa gélida y calcinante.
Mensajes de acento accidental ¿se diluyen?
Estrategias de vida donde eternamente hay muerte…
Amanecer, colores opacos.
Puertas vacuas, saturadas.
Torrenciales fragmentos de ausencia.
Elevadores hacia submundos truncados…

Sombras de proyección desfasada.
Aullidos decrépitos, abajo o encima.
Callejones sin desembocadura
e infinitas vueltas de hoja.

Geometrías dispersas.
Espectros meciéndose en angustias saturadas de
amores que apuñalan del revés,
sin cicatrizar.
Calles de alquitrán nauseabundo, excretado.
Y luces, luces opacas…



José Fernández del Vallado. 13 Marzo 2007.

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martes, 6 de marzo de 2007

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Daniela D´orsay, mi Bella Amada Francesa...




Volví a despertar, me asomé al ventanuco y allí estaba otra vez, en medio de la noche, reflejada contra la pálida luz de la luna... Los ojos relucientes, como estelas. Alta, grácil, como una grulla majestuosa. Elevada sobre una duna, con los cabellos ondeando al céfiro; una túnica traslúcida y aquellas manos largas y finas. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa...



Durante días abrasadores aguardaba a que Rafat regresara con los auxiliares de la cruz roja para atender mi herida de metralla, las piezas para reparar el blindado, y el abastecimiento de fuel necesario para unirnos al resto del ejército inglés en la línea de Gazala. Odiaba el lugar donde me encontraba. Sólo estaba aquella arena amarilla que se filtraba por doquier, víboras del desierto, escorpiones y aquel sol implacable. De momento disponía de dos cantimploras de agua, algunas latas de raciones en conserva y un aparato de transmisiones semi averiado, con el que no podía conectar pero sí escuchar los partes de guerra; y según discurría la cosa, la maldita contienda estaba perdida. Así que más nos valdría poner pies en polvorosa cuando volviera. Ya que el Mariscal Erwin Rommel avanzaba de forma imparable en un desierto que parecía conocer mejor que cualquiera de los torpes generales anglo americanos.



Al cuarto día comenzó a preocuparme el olor; no el de mi herida, sino el de Carter, mi compañero de viaje. No… No lo eché de menos, me resultaba un ser grotesco y desagradable. Despreciaba sus estúpidos juegos de palabras, sus risotadas insulsas, sus actitudes groseras. Pero sobre todo que se burlara de mí y de mi querida Daniela D´orsay y alegara que me ponía los cuernos. Y, además ¡qué diantre! El cabrito había tenido suerte hasta en la hora de morir. ¿Que mejor que hacerlo alcanzado por una limpia bala en la frente?



Fue al alba de la primera semana, creo. El simún barrió con fuerza el desierto y no se veía a dos palmos de distancia, cuando aquello… Aquella cosa blanda, gelatinosa, rozó mi semblante. Traté de ver qué jodida cosa era… y no vi nada. Me asusté tanto. Sí, lo confieso, no suelo impresionarme fácilmente. Pero en aquel momento me sentí confuso… aterrado. Como pude abrí la escotilla de la tanqueta y deslizándome a rastras salí de su interior. Desde luego, estaba claro, no pensaba quedarme allí dentro ni un instante más.



Sin embargo, una vez fuera fui consciente de algo esencial; había salido pero ya no era capaz de volver. Quiero decir… el dolor de la herida, sin ninguna droga que lo aliviara, resultaba tan insoportable que me impedía desplazarme. So pena de sentir que me dejaba el vientre en el intento. Aparte sentía las piernas dormidas; sin duda algo afectaba a los nervios o a mis órganos sensitivos. Aunque lo peor de todo no era haber salido, al contrario, me alegraba de haberlo hecho y de poder respirar aire puro, sino que en mi huida precipitada hubiese tenido la pobre ocurrencia de tomar solamente una cantimplora…



Me recosté bajo la sombra que me proporcionaba la mastodóntica mole del blindado y desde allí, no cesé de observar la cima de la duna. El lugar sobre el cual, por las noches, solía ver a mi amada… A mi Daniela D´orsay…



Cien mil veces maldije mi pueril arranque patriotero. Me dejé engañar como un imberbe muchachito. Bebiendo pintas de cerveza, aullando hurras a la patria, y a un honor que ni tan siquiera me fue desenmascarado. Aunque luego, más tarde, en el campo de batalla, supe la verdad. ¡Oh sí! Descubrí de qué materia está compuesto el honor y también, donde puede quedar condenado. Cuando toneladas de bombas y metralla desahogan su armonioso concierto en Do Mayor espeluznante sobre ti, y vomitas del terror. Sí, en Mersa Brega inauguré un glorioso historial de dignidad aplastada por dosis de espanto y de horror. Allí perdí a Eric, a Tomy… Paul.

A partir de ese momento dejé de evaluar. ¿Para qué sirve evaluar? Y menos indagar en los rostros de los muchachos recién llegados. Conocía de sobra la carga de miedo y desconcierto que soportaban. De modo que para qué preguntar sus nombres, prefería llamarlos simplemente de “tu.” Comenzó una larga estampida con Rommel siempre detrás, pisándonos los talones. Después vendrían Trípoli, Cirenaica… y todo continuaba igual, con su imperturbable secuencia de derrotas, sangre, cañonazos, hierros, sudor, sangre, horizontes de lágrimas, puestas de sol ardiente, cuerpos despellejados, lamentos…

Conocí a los hombres del desierto; eran silenciosos en un lugar todavía más silencioso. ¿Alguien me puede explicar por qué hay que guardar silencio en el interior del mismo silencio? “Tal vez yo pueda” me contestó el deplorable Carter. A ver, dime. “Pues está claro. Porque el silencio en sí impone su propio y abrumador respeto…” Y sonrió de aquella forma estúpida. Resulta que eso tal vez fue lo único razonable que salió de su boca en su insulsa vida.



Todo consistía en una carrera de repliegue que iba de pozo en pozo; es decir de oasis a oasis. Había muchos tipos de oasis. Los que conformaban un precioso vergel y todos conocían, por lo cual no eran aconsejables, pues sus aguas solían estar pulcramente envenenadas; y los pozos en sí. Un pozo solía hallarse perdido en medio de un erial de rocas y dunas, y era apenas divulgado por dos o tres malditos tuareg; los cuales, o bien estaban de nuestra parte o de la de Rommel. El juego fundamental y maestro consistía en lidiar con los hombres del desierto. Aunque a menudo fueran ellos quienes lidiaran con nosotros, los engreídos hombres de una desbocada civilización en ruinas. Los había que detestaban tanto a los alemanes como a nosotros. Y si cualquiera se perdía, ya podía ponerse a rezar para no encontrarse con una partida de aquellos altivos camelleros. Pues por lo general, si nos apresaban, no solían tratarnos como a dignos caballeros; pues, aparte de robar nuestros enseres, les agradaba despellejarnos y dejarnos morir, como quien dice, a fuego lento.



Durante días tuve la inexplicable sensación de que nuestra tanqueta navegaba. Resulta curioso pero el desierto puede llegar a parecerse a un océano. En al mar navegas sobre las olas y en el desierto lo haces sobre las dunas. ¡Es igual! Había momentos en que el horizonte se reducía a una impresionante escala cromática de dunas danzando sobre dunas. Y si las observabas con detenimiento, te dabas cuenta de ese detalle: Jamás cesaban se moverse; e incluso unas a otras se atacaban con furia tratando de tragarse y lo hacían. Las mayores devoraban a las diminutas. En cambio cuando soplaba el simún… cuando soplaba aquel maldito viento, todo era diferente. Si no nos deteníamos, acabábamos perdiéndonos y volver a reorganizarnos nos llevaba horas o a veces, días. No obstante al zorro alemán nada parecía afectarle. Invariablemente surgía de la nada y moviéndose como pez en el agua nos hostigaba, nos desangraba, nos arrancaba las carnes… nos martilleaba con sus baterías…



Sucedió después de aquel ataque alemán; en medio del simún. Nos dimos cuenta que habíamos perdido contacto con nuestro destacamento. Le pedí instrucciones a Rafat nuestro guía para que nos condujera al pozo de Ben – Asar. Intuía que estábamos cerca, y así parecía ser. A quienes no presentí aquel amanecer fue a los hombres del desierto. Apostados tras las dunas abrieron fuego contra la tanqueta. Carter tuvo suerte, ni se enteró. El primer balazo penetró por el ventanuco y lo fulminó. Por fortuna tuve tiempo de localizarlos y un par de andanadas bien orientadas los alcanzó de lleno… Menos al valeroso chico que cometió la locura de desplazarse hasta el blindado y colocar la mina anti tanque. ¿Fue un acto de valentía o de locura insensata? Lo abatí de dos disparos. Él, en cambió, mientras agonizaba, murmuró un “Al Hamdu Lellah” (gracias a Dios) y sonrió. Me di cuenta al ver en sus ojos el triunfo. De pronto estalló un petardazo y me desmayé.

Cuando desperté Rafat estaba junto a mí; había tenido más suerte. Me había puesto una gasa en el abdomen y me escudriñaba tranquilo, impertérrito, como si nada. Él no temía al desierto. Estaba en su casa, y cerca estaba el pozo. Iría a por lo indispensable, me dijo. Le creí, creía en la palabra de los hombres del desierto… si la concedían a otros hombres del desierto era férrea y sincera pensé entonces. Pero… ¿y a nosotros? Éramos invasores de su desierto. De aquel lugar que creíamos el más seco y estéril del mundo. Y en el que sin embargo ellos podían vivir y desenvolverse con soltura. Porque al contemplarlo, su mirada no se topaba sólo con dunas y arena, sino con una morada repleta de accesos invisibles para nosotros y que funcionaban como claves para acceder a un caudal de alimentos inagotables. Todo se basaba en aprender a observar. El interior de cada duna almacenaba secretos inconcebibles. Y, ahora, nosotros estábamos allí para robárselos debían suponer y con razón. Ni pensarlo. No estaban dispuestos a dejarse engañar como ratas. Por eso, la mayoría admiraron a Rommel. Porque en el fondo él comprendió y descifró en seguida algunas de las claves secretas del desierto... Su desierto…



Permanecí mirando inmóvil, abrí y cerré los ojos varias veces. No… Esta vez no se trataba de un espejismo. Estaba allí… ¡La palmera! La punta de la datilera sobresalía de detrás de una duna. Había vaciado el agua de la cantimplora y estaba sediento. Debía alcanzar el maldito árbol. El pozo, mi única salvación, estaba a menos de cien metros. Pero no podía hacerlo a pleno sol, moriría de sofoco y abrasado de calor. Sediento, con la lengua hinchada como un estropajo, aguardé al atardecer. El sol comenzó a declinar, me sentí más ligero y con fuerzas. Ya no veía la palmera, pero lo sabía, estaba en ese lugar. Tras aquella duna.Comencé a arrastrarme. Sobre los antebrazos progresaba con mayor lentitud de la que imaginé. ¿Me hallaba tan mal? Creo que tardé cinco o seis horas cuando mi cabeza chocó contra algo. Por fin. ¡El tronco de la palmera! El agua estaría debajo. Tan sólo debía excavar. No tenía una pala, pero me dio igual, sólo era fina y suave arena. Comencé a sacar tierra, extraía sin cesar y mientras, pensaba en un baño entero, colmado de agua hasta los bordes.De pronto me detuve y con un espantoso desaliento fui consciente. ¡No existía tal palmera! Solo era una roca. ¡Una peña grande y maciza! Y a sus pies, había abierto un hoyo considerable…



Volví a despertar. Primero miré al hoyo, y en el fondo… ¡había agua! Comencé a reír en un susurro. ¡Lo había logrado! De pronto el silencio de la oscuridad se quebró con el angustioso piafar de un corcel; enmudecí. Y allí estaba otra vez, en medio de la noche, reflejada contra la pálida luz de la luna... Los ojos relucientes, como estelas. Alta, grácil, como una grulla majestuosa. Elevada sobre una duna, con los cabellos ondeando al céfiro; una túnica traslúcida y aquellas manos largas y finas. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa...



Está vez el corcel no se limitó a disolverse. Al contrario, comenzó a descender galopando con elegancia y ella envuelta en aquella preciosa prenda traslúcida. Una vez estuvo junto a mí extrajo una mano larga y fina, casi quebradiza, y me la ofreció. Realicé un esfuerzo ímprobo pero no baldío. Empleé minutos, quizá más de un cuarto de hora, y cuando logré alzarme sobre mis piernas, con deleite, tomé aquella mano y la besé. Y al instante descubrí aquel tacto frío, blando y gelatinoso, que se pegó sobre mis labios y los cubrió de larvas blancas blandas y repugnantes. Entonces lo supe. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa… ¡había muerto!

Proferí un aullido aterrador. Y la mano, revirtiéndose fuerte como una columna de acero, me rechazó. Comencé a efectuar equilibrios al borde del hoyo mientras evitaba caer. Hasta que durante un instante miré aquel rostro y como si me insertaran alfileres, un rayo doloroso penetró en mis pupilas y las vislumbré, vi las cuencas oscuras de la muerte. Perturbado por el pánico perdí el equilibrio y me precipité a la fosa medio anegada. Con las piernas paralizadas y la cabeza bajo el agua, sediento, no pude hacer otra cosa sino comenzar a tragar agua y más agua… y así perecí. Ahogado y saciado de sed hasta reventar en el desierto más árido del mundo.


Y mientras lo hacía, pensé en bajeles desorientados, océanos irascibles de plata de ley, y en como habría discurrido mi vida junto a mi amada Daniela… Daniela D´orsay, mi bella amada francesa…



José Fernández del Vallado. 1 Marzo 2007.

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