miércoles, 29 de abril de 2009

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Hacer algo nuevo.

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Cuarenta y seis años, soltero y cansado de involucrarme en empleos sin sentido, falseando e incluso mintiendo por mandato supremo de la operativa del banco o empresa en la que trabajara. No sé de donde surgió la idea, pero decidí hacer algo nuevo. La sugerencia partió de una amiga que tenía conexiones con ciertas ONG.

Me destinaron a Angola, a un lugar situado en Lunda Sur, provincia diamantífera al nordeste. A un centro de asistencia para menores refugiados. Conocí a personas valiosas, como: La Superiora María dos Santos, el doctor Mavinga Péres, y sobre todo a una joven enfermera atractiva y muy agradable, llamada Alexandra Kamuenho.
Aparte de desempeñar tareas de contabilidad ayudaba como auxiliar de enfermería, y empecé a trabajar codo con codo con Alexandra.

Un día ella estaba poniendo una vía a un paciente, me pidió que le alcanzara la botella del suero. Me acerqué por detrás, acababan de baldear el suelo, resbalé y sin querer caí en posición indecorosa sobre sus nalgas. Atorado por los nervios traté de solventar la situación y no hice sino entorpecerla, resbalando de nuevo y buscando asidero en sus senos. Para mi sorpresa se giró y mirándome de una forma endiablada, me besó.

Desde aquel día mi vida cambió. Por las noches venía a mi barracón y la armábamos. Nuestra situación pasó a convertirse en un secreto a voces. Otra vez vino a mí sonriente, me abrazó me besó y tomándome con ímpetu de la muñeca, emocionada, puso mi mano sobre su vientre. Estaba embarazada.


Los meses transcurrían y éramos felices. Un fin de semana se nos ocurrió escaparnos de excursión, íbamos cantando en el coche, sus ojos negros brillaban radiantes de felicidad. Apagó el casete un instante y con timidez confesó que me quería, pero necesitaba orinar, me reí divertido, la carretera era nuestra. Paré, bajó corriendo hacia la maleza. Salí a respirar aire fresco, di la vuelta al vehículo y me quedé paralizado frente a un cartel de logotipo inconfundible: Una calavera. Debajo en letras rojas, ponía: ¡PERIGRO MINHAS!

Me volví hacia Alexandra y ¡no estaba! Alguien canturreaba más allá. Aterrado miré y la descubrí entre el verdor de aquel prado. Estaba riéndose y me hacía señas alegre. Chillé que no se moviera, comprendió y su rostro se oscureció de terror. Vi sus huellas, no había espacio para las dudas. Caminado sobre ellas me adentré y logré alcanzarla y tomándola en brazos, palpitando, regresé por el mismo camino.
Para colmo, varios hombres que pasaban por allí, en lugar de tranquilizarnos, daban gritos de alarma.
Me recuerdo con los pies sobre el firme llorando y riendo, acariciando y besando a Alexandra, los hombres también reían bebían y cantaban de felicidad.

Me quedé en Angola. Ahora “vendo zapatos de bebé, sin usar.” Excepto el par que compré para nuestro bebé, un muchacho ya mayor. Coloqué sus zapatitos sobre el secreter, junto a los retratos de familia. Los miro, los palpo, los beso, y entiendo que hicimos algo nuevo. Volver a nacer.

José Fernández del Vallado. josef. abril 2009.



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