viernes, 27 de abril de 2007

2

De La Locura...





Estaba perdido. Envuelto en el laberinto que formaban las cepas de un árbol que como lenguas de serpiente me atrapaban. Había salido a buscarla, y desde el principio todo se había vuelto en mi contra. No lo ignoraba, era ella. Ella quien lanzaba dardos ponzoñosos para herirme y detenerme. Ella quien dejaba estelas de alquitrán a su paso en las aceras y esquelas fúnebres invitándome a desaparecer absorbido por mil tifones salvajes. Ella quien rechazaba mis pobres debilidades humanas; las mismas que me habían llevado a sucumbir ante la belleza de su hermosa figura de mármol, y a enamorarme. Las mismas que me habían llevado a auto flagelarme tratando de penetrarla. De invadir sus sentimientos hasta colonizarlos. Y revolcarnos junto a la estatua del jardín botánico aquella hermosa mañana de mayo. Aquella sublime figura me hizo temblar de emoción, partirme en infinitos sentimientos contradictorios. ¡Dios! como la amé.

Y ahora estaba solo otra vez. Perdido en medio de una oscura confluencia de mil veredas diferentes. A punto de saltar al abismo de lo irracional y sin embargo me daba cuenta que aún me retenía el laberinto que formaba en torno a mí. Quería volver a hablar con ella pero ya hasta las palabras me salían absurdas por la boca. Y los besos se escurrían en mi lengua antes de alcanzar la suya. No, ya casi no quedaba lenguaje en mí, ni entre nosotros. Ella ¿estaba hecha de una materia diferente? Y sin embargo ¿antes no éramos iguales? ¿No fuimos uno solo? ¿No se fundieron nuestras arterias lo mismo que metal licuado? ¿No hubo sonrisas en el aire? ¿Y qué de las promesas? ¿Y qué de los besos sellados con fuego? ¿Y qué de nuestra religión compartida en secreto? ¿Tuvimos esa religión? ¿Tuvimos esa fe? ¿Tuvimos esa paz? ¿Tuvimos ese gozo? ¿Tuvimos esas alas? ¿Tuvimos esa fuerza? ¿Tuvimos ese mundo propio…?

Quiero llorar y no me sale una lágrima de amor. Quiero reír mi estupidez congénita que es la de todo el ser humano enamorado y tampoco lo consigo. Estoy enredado; enredado en un mar de raíces. Sujetan mis miembros para que no pueda cometer más estupideces de las que ya una vez cometí. ¿El amor es estúpido y loco a veces? No… Si… Si es así desearía volverme loco para siempre con tal de verla una vez más…






José Fernández. Josef.2004.

2 libros abiertos:

jueves, 26 de abril de 2007

2

Pink Floyd - Wish You Were Here

En mayo harán catorce años que una persona muy querida dejó este lugar donde hoy nos toca estar, seguir, avanzar... Esta era su canción del alma. Espero que dondequiera que esté si, acaso está, siga escuchándola. Saludos amigos!


2 libros abiertos:

1

silence is easy

Bien. Hace tiempo subí un texto que titulé: "Silencio. Final del trayecto." Hoy encuentro una canción de Starsailors un grupito americano desquiciado que nos habla de que el silencio es sencillo... Juzguenlo ustedes mismos!


1 libros abiertos:

martes, 24 de abril de 2007

4

Cúspide.




Abrió los ojos y lo supo. Sus sueños se habían hecho realidad, estaba en la cúspide; había ganado, era ¡el mejor…!

Tras una puerta blindada una turba compuesta por millón y medio de seres frenéticos poseídos por un fervor histérico y sin límites, se arremolinaban deseando ver aparecer el perfil del mejor de todos los tiempos. Aunque ¿el mejor en qué especialidad? Francamente en ninguna y en todas a la vez: Era, simplemente, el mejor.

A partir de que el suceso diera lugar ya jamás habría nadie equiparable, puesto que absolutamente todos eran inferiores y su estrella sobresalía con insólito esplendor. Había sido un golpe de mano inconcebible para una civilización en decadencia, en la cual él, el mejor, se había hecho con el monopolio indispensable de la perfección.

No desayunó, puesto que no existe desayuno capaz de saciar perfección con exacta perfección. No orinó, puesto que evacuar o excretar resultan prácticas anacrónicas y a años luz de cualquier perfección. No se duchó afeitó ni arregló, pues un cuerpo perfecto genera células en su organismo por sí mismas, y la purificación de por sí se convierte en innata.

Tampoco le hizo falta volverse de espaldas a la entrada para diferenciar con suma nitidez entre millones, la voz de su manager – desde ese preciso instante ya – su ex – manager. Le invitaba a que saliera al balcón y expresara un comunicado de aliento y paz a la humanidad.

El hombre que incluso hasta un día antes se había llamado Carlos Lázaro Proud, renunció a su propio nombre. Pues ¿podría acaso encarnarse bajo nombre alguno la suma perfección? Miró a donde debería estar el balcón y supo que nunca había existido tal emplazamiento, puesto que la excelencia no necesita de sustentos materiales a los que encaramarse. A continuación extendió ambos brazos, pero de su boca no surgió palabra alguna, pues la perfección tampoco precisa expresarse para comprender y dar a comprender cuales son los designios de la humanidad, y lo que la misma requiere o no.

Se volvió levitando y lágrimas cristalinas de simetría inigualable, de una pureza libre de cualquier germen de duda, se deslizaron sobre un semblante inmaculado. Y entendió lo que ya entendía.

Lentamente, o tal vez en micro milésimas de segundo, puesto que la excelencia se halla por encima del tiempo, acomodó su voluntad superior sobre la mullida almohada del dormitorio de la impoluta sala donde se hallaba. Entonces las paredes imperfectas se difuminaron, los ángulos se transformaron en rectas infinitas, lo material se hizo inmaterial, sus párpados se cerraron pero su línea visual capaz de atravesarlos, no tuvo que efectuar un solo y vago movimiento más en una vida donde moverse resulta una imperfecta pérdida de tiempo, y donde el tiempo, una y otra vez, se oculta del mismo tiempo.

En segundos, o tal vez sucedieron milenios, su mente alcanzó un sueño profundo y sublime; tan elevado en su excelencia y perfección que ya no le fue necesario despertar durante una eternidad...

Mientras, si acaso hubo un mientras, la humanidad se extinguió. O quizá estuvo sin hallarse nunca del todo presente…



José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2007.

4 libros abiertos:

2

Daniel Powter - Bad Day

Con esta canción me desperté hoy. Me dije, ¿quién es? Ya lo sé. Un tío que sabe cantar.


2 libros abiertos:

viernes, 20 de abril de 2007

5

K219 Adagio...





La noche y el día se invierten, se transmutan… La oscuridad usurpa la luz como un leve manto de franela.


Una nave planetaria se desplaza a una velocidad de 108.000 kms hora mientras gira sobre su eje cual peonza una vez cada 23 horas, 56 minutos y 4,1 segundos, y logra que nos olvidemos de que estamos embarcados en un largo viaje de 4.600 millones de años, de los que apenas presenciamos, si la suerte nos toca: sesenta, ochenta años, y tal vez ni siquiera…


La insoportable levedad del ser de Milan Kundera es nuestra insoportable levedad de ser en la vida.


Otro día… ¿ha sido otra noche? Me incorporo con ojos angustiados, salgo a la calle, al trabajo aunque… ¿Acaso hay un lugar en mi vida o esto es sólo una farsa? A veces descubro miradas que son solo desnudas preguntas ingenuas; otras aparentan ser mapas en los que hay trazadas hermosas y complicadas constelaciones de una longevidad sutil e irreversible.


Camino bordeando precipicios en los que, de cuando en cuando, mis piernas resbalan y desaparezco perdido. Entonces unas manos firmes me rescatan y devuelven al paisaje de la vida.


Soy solo eso... Un ente entre tantos que desfilamos por la existencia tratando de parecernos a jubilosas y radiantes hormigas.


Hago planes. Me paso días, años, urdiendo planes para salir del agujero negro en que está apresado mi grasiento y macerado cerebro.


De vez en cuando, una estrella viene a visitarme e ilumina mi vida; me brinda sus colores e ilusiones, después el firmamento estalla y todo vuelve a oscurecerse.


Es marzo, abril, mayo. Llueve. Sobre las desgastadas tejas de cerámica de mi casa oigo el incansable gemir de una riada de sonrisas deprimidas que terminan por explotar como cascadas. ¡Están ahí! Violines en mi interior. Me proponen que salga, renazca y parta hacia una mentira mil veces maravillosa...


He abierto la puerta de mi mundo. Fuera hay otra puerta y más gente: ¿otro mundo como el mío?




Anoche soñé que venía. Era el Adagio, ¡El adagio K219 Adagio…!






José Fernández del Vallado. Josef.

5 libros abiertos:

miércoles, 18 de abril de 2007

5

Porque Ya No Te Percibo...




Extremidades dúctiles
Ojos de ámbar
Piel, ceniza calcinada
Cabello forjado en láminas de pirita.



Porque ya no te percibo
Rosa negra del desierto
Estoy desterrado al olvido más terrible.



Lo sé, escrito estaba
en la leyenda.
Blanco de vida, negro de muerte.



Sangre azul subsahariana.
Inmortal y limitada
en sentimientos humanos.



Navegaste a mi lado,
veinte mil albas inciertas;
simple error de tu existencia.



Y porque ya no te percibo
me arrastro y soy esclavo
de duelos y privaciones



amores sin amor
suspiros que levitan
atmósferas agotadas
bajeles sin rumbo fijo
estrellas desconocidas
océanos infernales.



Sangre azul subsahariana.
Quiero vivir en tus pensamientos
y así dejar de padecer
por mi mismo y para siempre
tu incompatible amor…


José Fernández del Vallado. 2006.

5 libros abiertos:

Posted by Picasa

jueves, 12 de abril de 2007

2

El renacer de Alweka


Barriada vieja, calles angostas, puertas menguantes, sin quicio y astilladas. Casas de barro desmenuzado y ladrillo se abren a descampados oscuros como grietas de un infierno disoluto.



Y en medio, cual naves sin rumbo, farolas...
Cuando no se hallan quebradas sus haces iluminan epidermis amarillentas, bajo las cuales, se esconden residuos de seres humanos de apariencia mortecina o excitable.



En el ángulo que forma el muro de dos casas derruidas, una hoguera. Cajas de madera inservible sacian lascivas lenguas disfrazadas de matices, cuyo delirio ilusorio, presta calor pasajero a unas adolescentes tendidas en el suelo. Cubren sus cuerpos con una gruesa manta de tejido; descansan del par de días que llevan en vela sin cesar de fornicar.



De pie, otra chica más joven, cubre mediante una chaquetilla desgastada su volumen resuelto y delgado. Su cabello trenzado cae por su espalda y casi roza la abultada curvatura de unas nalgas apretadas, ceñidas por una minifalda elástica, de talla ínfima, como su insolente atrevimiento trece añero. Estira sus manos largas, con dedos como remembranzas de raíces quebradizas; tratan de robar un soplo de aliento al calor.
Una cartera beige pende de su hombro, calzado de tacón de quince centímetros, medias oscuras y a cuadros, cadenas de oro, crucifijos al cuello, anillos en los dedos y aretes en las orejas…



Es Alweka casi mujer pero niña, de senos generosos, pezones dilatados, piernas pulidas, cadera quebrada, cutis ataviado cual arlequín policromo de lujo y una mirada de ébano.



Una noche cualquiera, un día cualquiera, de un mes invernal de su primer año en un país que se dice civilizado.Aguarda a un cliente. No conoce otro trabajo, sus dientes de leche castañetean como los de una calavera sonriente ante cada coche que se detiene, y canturrea la misma melodía:

– “Alweka guapa. Buena haciendo amor. ¿Pasar rato feliz?”



Desfile de conciencias ahogadas en alcohol, despojadas de toda vergüenza. Carcajeantes, ordenan se aproxime y muestre su perfil. Ella obedece. Le soban el cuerpo. Algún que otro viejo amargado se detiene, la recoge y Alweka soporta con descomunal estoicismo, unas ávidas manos transpiradas sobre su piel e inútiles forcejeos de un babeante borracho por gozar lo que nunca logrará...


Alweka no sabe qué es el cariño, en realidad nunca lo supo, jamás tuvo tal oportunidad. No diferencia entre un mimo y un guantazo, nadie se lo enseñó. No conoce lo que es un beso bien entregado, porque las mayores le aseguran que sólo podrá besar al hombre que la ame, si alguna vez se diera el caso. Por lo cual tampoco sabe, y jamás supo, qué es el amor verdadero…


De su pasado conserva tres ajadas fotos. Supone que son de sus padres, alguien se lo dijo alguna vez. Es todo cuanto tiene. Con insólita devoción las contempla a todas horas.


Nadie la enseñó a soñar y sin embargo ninguno se explica como es que un día aprendió a anhelar su tierra. Aunque tampoco supiera cómo hacer para volver a un lugar del que tan sólo evoca una designación que a ella misma le resulta extraña. Pero por una vez en su vida, decidió improvisar. ¿Estaba haciéndose mayor?


Una noche cualquiera, de un día cualquiera, de un mes invernal, dicen que hizo auto stop.


Transcurrieron varios meses y un día cualquiera, de un mes en pleno verano y a pleno sol, la encontraron en la garganta de “Despeñaperros.”


La hallaron en cuclillas, abrazada a sus rodillas, en posición fetal. Tenía los ojos cerrados, la boca apretada, los labios cortados y el cuerpo cubierto de sangre, sudor y moratones. Estaba allí, petrificada, mientras aguardaba su suerte sin emitir un solo lamento de lástima.


La llevaron a comisaría y la interrogaron con traductor. No tenía papeles dinero ni pasaporte. No abrió la boca más que para pedir agua y comida. Dos meses estuvo en la misma situación hasta que averiguaron su procedencia. Entonces hicieron lo que deseaban: La embarcaron en un avión de carga y la enviaron de vuelta a su país.

Al recibir la noticia sus amigas no se entristecieron, sino al contrario. Se reunieron y alborozadas – lloraban de la alegría – comenzaron a entonar una bella melodía en la cual proclamaban que su alma había vuelto a renacer pues tuvo la suerte de ser de nuevo niña.

Despojada, eso sí, de las riquezas materialistas del mundo supuestamente civilizado, pero inmensamente dichosa en felicidad, hoy Alweka retoza en libertad su sencillez por los verdes paisajes de su patria…

José Fernández del Vallado. Josef. 11 Abril 2007.

2 libros abiertos:

viernes, 6 de abril de 2007

4

La incomprensible senda de la Voluntad.









Juan Germán López tenía más de cuarenta años.
Vivía solo, no tenía familia, ni por lo tanto hijos. Así como tampoco trabajo fijo ni hogar propio. En cuanto a sus amigos, mutuamente se habían ido distanciando hasta arrinconarse en un olvido simultáneo. Vivía en una pensión de alquiler y subsistía de unos exiguos ahorros.
Apartado de la seguridad de un salario fijo y de la rutina, cada nuevo amanecer para él constituía una aventura, pues desconocía lo que la vida le deparaba a la vuelta de cada esquina. Y aún así era feliz.

Antes de eso había sido una persona diferente; un hombre digamos, estándar.

Trabajaba de empleado en una oficina de correos durante once horas diarias, hasta que enfermó. Contrajo un extraño padecimiento que lo indujo a escribir un día sí, otro también, y los demás exactamente lo mismo.

Pero ¿cómo enfermó? No fue complicado. Sucedió al leer una carta que por casualidad se hallaba mal sellada.

Era una mañana ventosa y Juan manejaba la moto. El suave papel transparente se escapó de su sobre, se filtró por un resquicio de la cartera, y cual frágil pluma vapuleada por el viento, salió volando ligero. Juan lo vio de reojo, detuvo la moto, corrió tras el, saltó la verja de un jardín y lo atrapó segundos antes de que se precipitara sobre las cristalinas aguas de una piscina. Y una vez lo tuvo entre sus manos, sin apenas ser consciente, comenzó a leer. Decía así:

“Querido Juan sé que estás muy enfermo.
Amado, también sé que tu familia no me quiere y no permitirá que te vea nunca más...
Pero amor, todo mi amor y cariño permanecen indelebles.
Recuerdo como si fuera hoy mismo lo mucho que nos deseamos, reímos, jugueteamos, abrazamos y lloramos nuestra pura y absoluta felicidad compartida. Todos esos momentos, lo genial que lo pasamos juntos, han quedado grabados con la firmeza inalterable de un cincel sobre una impoluta lámina de mármol. Y no podré olvidarte jamás. Por ello, te seguiré escribiendo siempre. No me importa ya si respondes o no, si vives o mueres, puesto que aunque desfallezcas, para mí seguirás estando eternamente vital y presente, ya que de forma espiritual uno jamás se extingue y su alma siempre continúa ahí para ver, leer y acariciar las cartas que yo te iré - en tu caso- remitiendo.
Amadísimo Juan sólo existe un problema. Es un detalle intrascendente y carente de significación, no te alarmes. Hoy volví a tratar de dibujar un retrato, tu retrato. Lo intenté más de treinta veces y en todas me ocurre lo mismo. Por más afán que pongo no sales tú sino un esquema de trazos desiguales... No acabas de ser tú mi amor…
No te preocupes. Continuaré ensayándolo hasta lograrlo.
Te ama intensamente y para siempre.

Mabel.”


Esa misma tarde, en la oficina, ya no fue el mismo. Su mente, sus pensamientos, sus ideas, su corazón, estaban en otra parte. Todo su ser había partido hacia periplos remotos y desconocidos.
Lo primero que hizo fue comprobar qué había sido del muchacho al cual escribía la mujer, y con consternación supo que hacía más de tres meses había muerto de un cáncer galopante. A continuación pidió la baja y como solía pasar desapercibido, a nadie le sorprendió.

Por la noche al regresar a su hogar, de forma irreflexiva, emprendió dos tareas que jamás había realizado: La primera suplantar una identidad, la segunda, dedicarse a escribir. Tomó varias cuartillas, un bolígrafo y comenzó la ardua tarea. Sin embargo, al redactar, se dio cuenta que era su corazón quien impulsaba y articulaba con precisión sus frases que, cuidadas, pasionales y bien enlazadas, resultaban bellas reflexiones de una persona que se hallaba en pleno éxtasis de amor.
Así lo entendió para cuando terminó de escribir tras más de cuatro horas de esfuerzo.
Cuidadosamente puso su dirección e indicó que, a partir de ese momento, aquel era su nuevo domicilio. Explicó también que todo le iba conforme, y que no había podido escribir hasta la fecha debido a los azarosos trámites del cambio y por vicisitudes, por supuesto, familiares. Pero una vez resuelto todo, y a partir de ese momento, podrían seguir escribiéndose cuanto quisieran sin la menor interrupción.

Desde ese mismo instante un nuevo mundo se abrió a sus ojos y sentidos. Pues dio comienzo un intercambio de cartas maravillosas, colmadas de sentimientos y pasión, y sobre todo, de un amor intenso que comenzó a recibir primero a flor de piel, se introdujo en su interior y se instaló muy profundo, hasta inducirle a estremecerse inmerso en el más absoluto trance de satisfacción jamás percibido con anterioridad.

Por supuesto, no olvidó informarse de los detalles esenciales y presentes en la vida del Juan al que amaba Mabel. Y mientras tanto, poco a poco, mostrándose extremadamente cuidadoso, fue intercalando e insertando fragmentos de su propia existencia.

Pasados más de tres años, pese a su ardua y calibrada estrategia de contención, y por verosímil que fuera la lógica de los relatos que oponía, los desenfrenados deseos de Mabel por volverlo a ver llegaron a ser tan intensos que hubo un momento en que ya no tuvo más remedio que ceder y confesar que estaba repuesto.
Si llegó a tal extremo fue porque, aunque supiera que caminaba hacia el desastre, en parte él mismo deseaba verla, conocerla, y si le fuera posible, aunque sólo se tratara de un instante… rozarla. Le bastaba con eso. Pero entre todos aquellos sentimientos un deseo se abría paso con irresistible tesón, aunque sabía iba a resultar del todo imposible: ¡Deseaba besarla!

Acordaron verse un diecisiete de octubre. El mismo día en que aquel Juan malogrado y ella se habían conocido.

Octubre significaba para Juan, tristeza. Representaba el mes donde las fantasías del verano expulsadas por los recién llegados vendavales del norte, se diluían. Y cuando las cálidas o acaso débiles promesas veraniegas entremezcladas con la amarga laxitud otoñal de los bosques, dominados por un estío en decadencia, comenzaban a declinar lentamente oprimidas por el denso e insoportable efluvio invernizo. Entonces todo el ciclo agonizaba.

Un local junto al mar, allende una playa solitaria. Todo según dispuso ella misma.

Él le refirió, y así tuvo que hacerlo, que debido a su enfermedad le habían operado de cirugía estética radical y tal vez resultara irreconocible. Para su sorpresa ella le respondió que le daba lo mismo cuanto hubiera cambiado de aspecto. Pues según le declaró, a quien se desea con verdadero fervor, resulta fácil reconocerlo entre más de un millón de personas sin dificultad.

Y ahora, había llegado el momento; se hallaba en el lugar.
Era viernes un atardecer, y el local estaba repleto por grupos de jóvenes y parejas que hablaban y se hacían embelecos en torno a una gran estufa metalizada.
Juan se sentía tremendamente nervioso y sobre todo angustiado. No en vano, era consciente. Ella podría estar a su lado y aún así ni siquiera reconocerlo y viceversa.

Una cuartilla acarició su semblante y deslizándose en el aire enfiló hacia la estufa. Antes que se precipitara sobre las brasas Juan la tomó entre sus manos. Era un dibujo, lo observó sin interés y de repente con detenimiento. Era un retrato… ¡Su retrato!

Súbitamente volvió la cabeza y tras él, con las manos depositadas sobre el respaldo del sofá, estaba una hermosa mujer.

Lo supo al instante.

- Sí, yo soy Mabel y tú eres Juan, el del retrato ¿verdad?

Sólo acertó a asentir.

- Supe que mi querido y dulce Juan había fallecido cuando me resultó imposible retratarlo una sola vez…

Él, compungido, balbuceó un dudoso “sí.”

Ella prosiguió.

- Y también descubrí algo más al tratar de rehacerlo una y otra vez. El esbozo que perfilaba era siempre similar y debía representar a alguien. Alguien que sin que yo lo supiera ya estaba ocupando mi mente y mis pensamientos. Y ése eras tú… Aquel ser desconocido que al cabo del tiempo averigüe, trataba de mantener viva mi ilusión y lo conseguía, mediante aquellas preciosas cartas que recibía casi a diario… Tú, mi nuevo Don Juan, mi nuevo amor… ¿Te llamas Juan en realidad?

Él asintió con timidez.

Entonces Mabel, sin dejar de observarlo fijamente con sus bellos ojos turquesa, se acomodó a su lado. Le tomó de las manos y lo hizo. Le besó son suavidad en los labios.
Y Juan Germán López, como un estallido de placer, experimentó una sensación de bienestar que le colmó por entero, y lo supo. Tuvo claro que si ahora era un hombre afortunado, durante el resto de su existencia sería un hombre doblemente dichoso, pero ante todo, inmensamente feliz.


José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2007.

4 libros abiertos:

domingo, 1 de abril de 2007

3

Beatriz.





Era nuevo en el colegio. Comencé a ir a clase en el autobús veintiuno. Me sentaba solo en un asiento de atrás mientras concebía luchas gloriosas entre mis soldaditos de plástico azul; el yankee y el confederado.

Hasta que un día alguien también nuevo se sentó mansamente a mi lado. Entonces cambié mis soldados por las sonrisas y bromas de Beatriz.

Por las mañanas ella no venía, sus padres la llevaban al colegio. En cambio por las tardes, durante la media hora larga que duraba el trayecto hasta mi casa, yo era feliz.

Beatriz era preciosa. Sus ojos grandes y redondos como gemas relucientes, resaltaban vivarachos y burlones y su sonrisa, mostrando su dentadura blanca y naciente, era un vivo murmullo de agua cristalina.

Jugábamos a lo que ella deseara, y no es que fuera caprichosa e impusiera sus manías. Ocurría que yo me sentía incapaz de decirle que no a lo que fuera.

Comenzábamos inventando juegos de palabras y a menudo acabábamos forcejando. Como yo era más fuerte la apresaba por las manos y entonces podía palpar su cálida y húmeda piel. Y así nos quedábamos, contemplándonos primero con arrebatador frenesí, luego en silencio, y al final retirábamos las manos con síntomas de vergüenza inexplicable.

Pasaron dos años y crecimos. Nos aficionamos al juego de ajedrez. Jugábamos partidas rápidas y ella casi siempre me ganaba. Y yo, pese a no querer demostrarlo, terminaba irritándome. Recuerdo el día en que después de ganarme, sin explicarme el porqué, me besó en la mejilla. Me ruboricé. Pero aún recuerdo con mayor tristeza el día en que por primera vez nuestras vidas, se separaron.

Ocurrió cuando después de atravesar una larga enfermedad repetí curso. Desde aquel día ella se volvió soberbia o no le quedó más remedio que serlo, porque así funcionaba la ley en la escuela.

Luego se hizo de ciencias, estudió veterinaria en la Complutense, en tanto yo daba tumbos por la vida sin saber hacia donde me arrastraba el oscuro y denso fluir de los fulminantes rápidos en que me sentía apresado.

Hubo una fiesta atropellada en una casa cualquiera donde por avatares de la vida la encontré. Decidimos escapar del bullicio y en un local apartado y solitario recordamos los años dorados y acabamos sellando nuestras confesiones mediante unos primeros besos de ensueño.

Después una despedida, promesas de conservar viva la relación y nada más…

Pasado un año el reencuentro “casual” se reprodujo en un bar. Ella aguardaba a ciertas amigas y yo otro tanto de lo mismo.
Un par de cervezas, sonrisas, miradas de complicidad, amor y nada más…

Luego más años y otra fiesta en la que por “casualidad,” el chico que organizaba el evento, siendo amigo de ambos, nos permitió quedarnos en su casa. Nos acostamos e hicimos el amor, y a la mañana siguiente estábamos convencidos; ya nada podría separarnos. Desayunamos, nos besamos y acabamos jurándonos amor eterno.

A continuación una despedida más y… punto.

Pasaron ciertos años y hubo un nuevo reencuentro, ahora en un autobús. Yo escuchaba música en un casete con auriculares. Se los puse. Le encantó. Quedamos en vernos. Me insistió en que la llamara sin falta, se lo debía, me necesitaba dijo, y me dejó su teléfono…

Deseaba verla pero no la llamé. No sé por qué… ¡no la llamé!

Transcurrieron muchos más años. Había quedado con mis amigos, era de noche, diluviaba. Caminaba pensando en que aquel era el peor día para salir. En un momento dado acudí a refugiarme bajo una esquina en una plaza oscura, sin apenas iluminación, y allí estaba ella.

Permanecimos mirándonos unos instantes en silencio, como si no nos conociéramos de nada. Entonces yo, sin siquiera mirarla, la saludé y le hice la pregunta inevitable.

- ¡Que tal Beatriz!

- Oh… Hola…

- Y… Cuéntame. ¿Cómo estás?

Se quedó mirándome en silencio. Sólo estábamos los dos. De pronto me observó con una sonrisa irónica y dijo.

- ¿Beatriz? Ya no estoy… Y prosiguió.

- Me fui mientras aguardaba la llamada que nunca me hiciste…

Y yo pregunté.

- Dónde. ¿A dónde te has ido?

Ella bajó los ojos frunció el entrecejo de forma disgustada y prosiguió.

- Lejos… Ahora estoy lejos.

Alzó la mirada. Sus ojos redondos brillaban de una forma extraña. ¿Lloraba? Añadió.

- Escucha, ya no habrá más encuentros.

Y yo, desquiciado, le pregunté.

- Por qué. ¿Porqué no puede haber más encuentros? ¿Por qué no podemos vivir juntos para siempre?

Ella me miró con ojos suplicantes y me dijo.

- ¿No lo entiendes? Mírate. Ya eres viejo y casi un inútil. Se acabó... Es demasiado tarde. Ya no queda nada entre nosotros.

Gimiendo de dolor, le dije.

- Cómo… ¿Cómo puedes ser tan dura? ¿Cómo puedes hablarme de esa forma? Tú que nunca has sido así.

Y ella contestó.

- En efecto, yo nunca he sido así. Porque yo jamás he sido… nada y nada soy… ¿Acaso me ves? ¿Puedes verme? ¡Mírame con atención!

Y mientras hablaba su silueta fue haciéndose más y más tenue hasta desaparecer diluida en el turbio contraste de la oscuridad…

Solo entonces lo supe con conmoción y padecimiento. ¡Beatriz había escapado! Había huido para siempre de mi vida, de mi mente, y de de mi… locuaz clarividencia… Puesto que tan sólo había existido en mi devastadora imaginación...

José Fernández del Vallado. 1 Abril 2007.




3 libros abiertos:

Seguidores

Total Pageviews

LinkWithin

Recados, saludos y mensajes.

LinkWithin

Powered By Blogger

Google Website Translator Gadget

Mis visitas

Facebook Badge

Post más vistos