miércoles, 31 de enero de 2007

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Brisa cálida, Tifón...





Brisa cálida, azul intenso, océano de ensueño. Jorge llega a la playa es un día entre semana de finales de septiembre; no ve a nadie más. Hace buen tiempo, un aroma a algas y sal envuelve sus sentidos y lo traslada hasta una infancia ya desconocida. Despliega la sombrilla mientras entre sus pies se escurre una arena de platino. De su mochila saca una toalla verde con estrías de colores azulados, la extiende, se tumba sobre ella toma un paquete de Chesters rubios se prende un cigarro, a continuación extrae su tesoro, el libro de Joseph Conrad Historias del mar: Tifón, y comienza a leer:

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

Oye retumbar a su espalda. Se incorpora a medias sobre sus codos, gira la cabeza y la ve. Es una mujer de pelo rizado pelirrojo y suelto pero arreglado. Al verla curtida por el sol, Jorge se da cuenta que debe acostumbrar a dejarse caer por la playa, pero… ¿desde cuando? La cuestión es que su fisonomía es admirable, pues presenta uno de esos arquetipos “multinacional Coca – Cola” en el que despuntan delirantes valles y ondulaciones. Durante un instante sus atisbos se entrecruzan; ella baja la vista para observarlo, se aprecia una mirada directa en sus ojos verdes. Sobre su cabeza porta una diadema de paño oscuro, suave y sedoso. La acompaña un perro “Baset” que va a investigar a Jorge sin recelo, con cortesía sincera, mientras su rabo no cesa de ondear. Jorge lo acaricia, ella lo llama, su voz deja entrever un acento indígena; tal vez holandés o alemán.

Para sorpresa de Jorge la mujer no se aleja demasiado. La ve acomodarse a unos metros de distancia. Vuelve sobre su lectura.

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

- ¡Perdgón!

Alza la vista y descubre, primero el pubis, cubierto por una pequeña pieza roja, luego, unos senos de impresión de la mujer, quien sin rubor se ensalza ante su cuerpo inclinado sobre la toalla.

Vuelve a alzarse sobre los codos, deja el libro a un lado.

- ¿Sí?

- ¿Tiene un cigago? He visto tu fumá y me muego del mono, dice ella con una sonrisa marciana.

- Oh sí… Tome. Llévese un par.

- Grasia. Uté bueno. Sugiere ella.

Hace un ademán de irse… Se detiene y retorciéndose los dedos, añade.

- Sabe…

- ¿Qué?

- No todo españole como uté… Recalca dibujando una mueca de Gioconda.

- Ah jajaja. Sonríe Jorge, mostrando un rictus de absoluta estupefacción.

- Chao…

El bombón regresa a su lugar mediante un trotecillo desgarbado. Nadie es perfecto, piensa Jorge. Y retoma la lectura…

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

Una risa frenética lo distrae de su atención. Es ella otra vez. Está de pie. Ha sacado de una bolsa a flores una pelotita amarilla, como de tenis, y se la lanza al perro que corre tras ella. De pronto se lleva las manos a la cintura, sujeta la piecita roja, se contorsiona y se desnuda por completo.
A continuación profiriendo grititos y a saltitos, entra en el agua, el perro la sigue a nado entre las olas sin aparente temor.
Al cabo de diez minutos sale. De pronto mira en dirección a Jorge y lo saluda batiendo ambas manos sin cesar de sonreír. No es tonta ni ingenua, sabe lo que se hace piensa Jorge, en tanto se descubre mirándola con embeleso. Saluda con timidez y prosigue:

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

Trata de centrarse de nuevo.

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

- ¡Hola!

¡Es ella! Ahora está tumbada a su lado. ¡Desnuda! Jorge no se atreve a moverse mientras la mira de reojo como un insecto al acecho. Ella se ha dado una crema y su piel reluce brillante como la de un delfín.

- Sabes…

- ¿Sí?

- Mi llamo Franciska krammenkerk

- Ah… Yo Jorge.

- Encantida. Mi hollandisa.

- Ah…

Sonríe Jorge, quien ya es un raro espécimen de bicho palo totalmente tenso.

- Sabes…

- ¿Sí?

- Mi… ¡gusta tú!

Jorge, avergonzado, muestra un claro rictus de estupor y pánico a lo desconocido. Nunca le ha pasado nada semejante. Qué ocurrirá con María. Tendrá que contárselo. Él nunca la ha mentido. ¡Jamás!

- Vaya… Murmura.

- Vaga… Imita ella. Mientras brota una risita de su garganta. Le toma una de sus manos y acaricia sus dedos.

- Y… ¿Qué hace tú ahoga aquí solo?

- ¿Yo? Nada. Sólo leo…

- ¿Sólo lee… solo? Pregunta ella. Le acaricia el pecho. Añade

- Me gusta, mucho pelo. Y se ríe.

Ella separa las manos, las mueve cimbreándolas de forma expresiva y pregunta.

- ¿En qué tú trabaga?

- ¿Yo?

- Sí tú. ¿Quién va a ser si istamos solo…?

- Bueno… Hem. Soy panadero.

- ¿Panadego?

- Sí. Yo hago pan “bread” o “broad”. Cómo se diga. Youuuu… ¿Comprendes?

Ahora está de rodillas. Jorge puede ver con el rabillo del ojo el abundante vello de su pubis color zanahoria. Ella tuerce el torso hacia atrás y lanza una carcajada.

- ¡Oh! Clago… Panadero. Pan, pan, pan… Siiii clago. Mi comprende.

- Verás… Trabajo por las noches y duermo por el día…

- ¡Ah! Y cuándo… Cuándo vive mi niño. ¿Tú no haceg el amog nunca de noche? Tú… ¿igual que vampiro?

- Bueno yo…

- ¡Claro! Tú guapo. Mucho guapo vampiro jajaja.

- Ya…

De pronto su expresión cambia.

- Oye.

- ¿Qué?

- ¿Tiene oto cigago?

Jorge asiente y le ofrece el paquete. Solo quedan cuatro cigarrillos. Ella lo mira cariacontecida.

- ¡Oh!

- ¿Oh qué? Dice él muy serio.

- ¡Solo cuato! Deja…

- ¡No! ¡Toma, todos para ti!

Los ojos verdes de la chica brillan de emoción. De un rápido gesto toma el paquete le da un beso en los labios y sale corriendo hacia su lugar. Jorge trata de leer de nuevo:

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

Pero se siente incómodo, le falta algo. ¡Es el tabaco! No… ¡Es ella! Da igual aún le quedarán tres y seguro ¡volverá! Aun le resta el aperitivo más deseado piensa, desea. Sigue leyendo.

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

Y... ¡¿Cómo?! ¿No vuelve? ¿No la tenía cautivada? Mira en su dirección. ¡Allí sigue! Se ha echado sobre la toalla y parece estar muy relajadita. Es igual tendrá que ir él.
Se incorpora. Se acerca a ella. El perro sentado a su lado comienza a gruñir y le enseña los dientes. Ella lo mira, y le sonríe con expresión… ¿preocupada? Se incorpora y rápidamente se cubre el sexo con la toalla.

- Sí… ¿Pasa aljo?

Jorge está un poco desarmado. Sólo acierta a decir mientras mira en todas direcciones.

- No, nada de importancia…

Ella lo mira como si se sintiera incomoda.

- ¿Pues entonce qué?

- Nada…

- ¿Nada? Interpela ella.

Bueno ya que somos amigos… Esperaba que vinieras y…

- ¿Y…? Inquiere ella. De pronto chasquea los dedos y añade.

- ¡Ah! ¿Tú piensa que yo ahora a follá contigo verdá?

- Bueno… No exactamente, dice Jorge mirándola empequeñecido.

- ¡¡Jajajajajajaj…!! Lo sorprende ella con una risa macabra e histérica.

- ¡¡Todo hombre igual!! Yo digo gusta tú y tú piensa, amo contigo.

- Oye. Perdona… Yo solo quería pedirte… un cigarrito.

- ¡¡¿Un cigago?!! ¿Cuando tú regala a mí caja? ¡¡No!!

- ¡Vete malo hombre!

Jorge la mira extrañado, ofendido, sin entender. Y contesta.

- ¡No me da la gana!

- Bueno… ¡¡Pues mi sí voy!!

Con rapidez inusitada ella recoge sus cosas y se termina de cubrir con un pareo. Llama a su perrito y se marcha.

Jorge vuelve a su lugar y se tumba frenético, lanza puñados de arena, atrapa la mochila la arroja al aire cae abierta y un montón de objetos se desparraman por la arena. Tras quedarse cruzado de brazos un buen rato, comienza a recogerlos, y de repente descubre la otra cajetilla de Chesters completa. Claro… ¡Ni se acordaba! Rápidamente la abre prende un cigarrillo y traga con ansiedad.

Al cabo de un rato, calmado, recoge el libro de nuevo, se acomoda, y empieza a leer Tifón:

"El capitán Mac Whirr, del vapor Nan-Shan , tenía una fisonomía que, a juzgar por las apariencias materiales, era una réplica exacta de su carácter…"

José Fernández del Vallado. Sept 2006. josef.









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domingo, 21 de enero de 2007

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El volcán.


Era un ascensión arriesgada y dura, íbamos en fila india aferrados a nuestros piolets que hundíamos en la nieve helada casi con delirio. Lo confieso, yo antes nunca utilicé crampones pero a partir de los 6.400 metros, debido a la continuidad de las capas de hielo, se hizo preciso emplearlos.

Ascendíamos laderas heladas e inclinadas como paredes. Si observaba sobre mí descubría el cielo; estaba ahí, a apenas unos metros, muy cerca, tanto que si quisiera podría incluso palparlo con mis manos. Su azul intenso y poderoso penetraba hasta lo profundo de mi alma volviéndola del revés. En cambio, si miraba en torno a mí, todo era duro, vasto, blanco y vacío. El blanco difuminaba las formas, las deshacía y confundía con el horizonte. El blanco al contrario que el azul resultaba hermético, enigmático e incluso atroz…

Primero el sol brilló con fuerza y ocasionó que nuestros rostros protegidos por las oscuras lentes de montaña, rompieran a sudar. Un hombre, uno de los dos expedicionarios del tandem brasileño, desfalleció. Entre varios lo apostamos al abrigo de una gruta de hielo, lo dejamos con agua y provisiones y delimitamos bien el lugar. A nuestro regreso volveríamos por él.

Según ascendíamos, un viento gélido comenzó a soplar con fuerza. Antes ya había soplado viento, pero no se trataba del viento de ahora, era aquel un viento suave y sin peligro; en cambio este viento traía impreso consigo el sello inconfundible de la muerte y un aviso de que quien dictaminaba era la montaña y nosotros nadie; o acaso meros parásitos que trataban de chupar un pedacito de su jugoso y efímero néctar.

Santiago Areces un chileno, santiagueño de nacimiento, y escalador de contrastado historial, abría paso al frente. Era un hombre que a primera vista aparentaba ser igual a cualquiera, e incluso más frágil. Pero una vez en su elemento, la montaña, se transmutaba de tal forma que nadie se explicaba de dónde sacaba aquellas reservas de tesón inexpugnables. Tras él iba yo con la lengua fuera. No sabía qué hacía allí. Pero aquella hazaña necesitaba de un periodista que la narrara y aquel imprudente era yo. Cubriéndome las espaldas estaba Charlie el australiano de los catorce ocho miles, tras Charlie Paulo Abrantes, otro brasileño fuerte y bravo como Ronaldo el del fútbol, solo que éste, mil veces curtido e irrompible; y tras Paulo Picard el suizo, un monstruo que lo había subido todo e incluso practicaba la escalada libre sobre edificios en las ciudades.

Pero ahora no estábamos en ninguna ciudad, escalábamos el Palta Amarú, el volcán más joven de la historia y también el más alto y peligroso. Un macizo de piedra de 8.600 metros y perfecta arquitectura cónica que se había erigido en tan solo una semana en mitad de los Andes, haciendo trizas los estudios y teorías más avanzadas sobre vulcanología, geología, y demás valoraciones actuales.

La carrera había empezado pronto y ya habían fallecido y fracasado en el intento nada menos que seis expediciones.

Curiosamente ninguno de los que estábamos progresando en aquella pared éramos amigos. Al contrario, incluso había odio y rivalidad entre algunos. No obstante, la casualidad nos había reunido a todos en la base del volcán. Y en tanto unos aguardaban la llegada de sus acompañantes de cordada, la meteorología siempre caprichosa había señalado que el momento tal vez único de tímida paz entre la montaña y el ser humano se daría ahora.

Formamos la cordada observándonos con caras afectadas. Cada cual quería ser el primero en llegar la cima; cada cual excepto tal vez Santiago Areces y yo. Santiago estaba allí porque su estado natural eran las montañas; con él no iban los juegos de ser primero o último, y lo único que tal vez le interesaba era sumergirse en la montaña y lentamente descubrir sus aristas, recovecos, precipicios y formas que dominaban la soledad imperial del lugar, y paladearlas; hoyar con su mirada de azor lo insondable y después de caminar catorce o quince horas, sentarse en un risco pelar una banana en absoluto silencio y estar ahí.

¿Los demás…? Eran distintos… Cazadores de récord arropados en sponsors de multinacionales, forrados de pasta, acostumbrados a celebrar rutinarias francachelas y estúpidas soflamas acerca de sus hazañas. De ellos, el peor aunque se guardara de proclamar su arrogancia era Picard, y lo demostró al alcanzar la cota de los 7.000 metros situándose delante de Santiago mediante una pasada de libro, como si estuviera en las 24 horas de Le Mans.

Sin embargo ¿cuántos de aquellos intrépidos hombres habían acariciado la cantidad de faldas laderas y conos de volcanes que había pisado Santiago? Porque en el caso de jactarse, si es que alguna vez llegara a hacerlo el chileno, eso era de los innumerables volcanes a que había ascendido. En realidad Santiago Areces era, sin títulos que lo avalasen, el especialista en vulcanología por excelencia. Y posiblemente no había en la cordillera andina, con sus más de doscientos volcanes, uno sólo al que no se hubiese aupado. Por descontado que eso no lo tenía claro ni él; lo sabía yo, José Hernández, el único que lo había entrevistado en el que quizá fuera el primer y último diálogo de su vida y de nuestras vidas pensaba ahora agotado y casi aterido.

De súbito Santiago se detuvo y balbuceó
.

“Nieve inestable, peligro de grietas. Alto.”

Picard lo oyó perfectamente pero ni tan siquiera se dignó hacerle caso. Los demás sí, porque al ir tras nosotros no tuvieron más remedio que detenerse un momento antes de pensar en sobrepasarnos.
En apenas quince segundos Picard nos había sacado un espacio de diez metros cuando sucedió. Bajo sus pies gorgoteo siseante la nieve y cedió, tragándose con ella el cuerpo de Picard.

Ahora, ante nosotros, una mortal trampa de nieve se desvelaba al completo. Se trataba de una grieta de unos doscientos metros de anchura y cincuenta de profundidad.

Santiago nos ordenó permanecer en el lugar. Lentamente se acercó hasta su borde y profirió por tres veces el nombre del desafortunado. Nadie respondió y él tampoco dijo más, ya estaba todo aclarado.

Nos hizo una señal y con lentitud comenzamos a bordear la amplia grieta. Cuando la dejamos atrás ninguno se lamentó ¿y hacerlo tendría ya objeto? No, si en cualquier instante la montaña podía tragarnos a todos también.

Nadie más osó adelantar a Santiago. Pese a sus sponsosors y soflamas la mayoría de aquellos hombres sabían que en la montaña individualidad era símil a muerte; y de pronto, sin proclamarlo, percibieron el liderazgo de Santiago.

Mantuvimos nuestras posiciones y cuando estuvimos a 8.000 metros en medio de una ventisca violenta, Santiago decidió establecer un campo base antes de atacar la cima.

Medio derrotados por el temporal emplazamos dos tiendas de alta montaña.
En una descansarían Paulo Abrantes y Charlie en la otra Santiago Areces y yo.
Nos acomodamos y rendidos como estábamos, enseguida el sopor nos venció.

Hacia la madrugada me despertó un espeluznante fragor. Una masa pesada de nieve atrapó nuestra tienda y mis extremidades y supe que habíamos acabado bajo una avalancha. Grité o traté de hacerlo. De pronto percibí algo moverse. Era el cuerpo de Santiago. Estaba sobre mí. Provisto del piolet excavaba con frenesí hacía el supuesto exterior. De súbito se abrió una vía de luz, de aire ¡el exterior! Salimos afuera, la tormenta había cesado pero tan sólo unos metros a nuestra derecha, donde debiera estar la tienda de nuestros compañeros de cordada, la avalancha había barrido la zona de pleno. Excavamos durante una hora tras la cual dimos con ambos cuerpos atrapados, asfixiados, azules…

Yo cedí y abatido ahora sí lloré como un niño sin fuerzas. Entonces percibí un brazo que me estrechaba y una voz me dijo con suavidad:

“Escucha José, sé lo que sientes. Yo también lo he sentido ya miles de veces. Es la montaña. Se lleva consigo amigos y enemigos… Se lleva el amor de las personas. Es egoísta, pues siempre quiere estar sola. Pero yo la comprendo. Es celosa de sus cosas. ¿Nunca subiste a lo alto de un gran volcán?”

“No… no…nunca”.
Dije lagrimeando. La voz persistió inquebrantable.

“Sígueme… Yo te enseñaré lo que se siente. Todo aquello que puedes sentir. Te juro que no será en vano. Y lo haremos por ellos… Ellos también lo deseaban y hubieran hecho otro tanto…”

“¡Subamos al cielo!”

Miré a su semblante y juro que allá arriba Santiago Areces ya no era tal sino un ángel alado.

Me tomó de la mano tiró de mí y comenzamos a caminar en zig zag. Marchamos catorce horas o más sin detenernos y a las seis de la tarde yo vomitando bilis y esputos, él con su semblante impasible, pisábamos la cima.

De los bordes del volcán surgían vapores de azufre. Y al fondo, como suponíamos, una gran laguna de lava ardiente borboteaba sin descanso.

Nos abrazamos sonrientes, como liberados de un gran peso.
A continuación Santiago extrajo algo de su cintura, lo desenrolló y lo clavó en el mismo borde del cráter. Era una pequeña bandera chilena.

“¿Cómo tú un nacionalista exacerbado?” Le dije.

Él me sonrió y añadió.

“No…” Lo hago por mi ex mujer. Ella sí adoraba su bandera.

“¿Dónde… está ahora?”
Le pregunté dubitativo.

Él alzó la mirada contemplándome con seriedad. A continuación se incorporó, extendió los brazos y con la vista perdida en el infinito, exclamó:

“Bien. Ahora que estoy en el más alto de todos los volcanes ya puedo decirlo.
Amor: ¡Yace para siempre en una de estás cimas ardientes. Desde aquí yo te santifico para toda una eternidad!”

Y lo comprendí. Entendí que pese a no ser creyente de fondo, a fuerza de presenciar tantos accidentes y tanto dolor en soledad, Santiago Areces se había convertido en un hombre, aparte de rudo, impregnado de un fuerte halo de misticismo.
Se volvió a mirarme y frunciendo las cejas me preguntó.

“Bueno amigo español. Y ahora que estás en el cielo dime… ¿Te apetece descender al mundo terrenal de los irrespetuosos seres humanos?”

Sonreí por primera vez en días. Encogí los hombros y asentí.


José Fernández del Vallado. Agosto 2006 josef.

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Hacia el fin del mundo.


Conduje toda la noche sin detenerme. ¿Un objetivo? Alcanzar el fin del mundo si era preciso, ya casi lo olía, lo entreveía. Cielo caprichoso. A veces parecía encapotado, otras libre y con claros que me permitían contemplar las constelaciones brillantes cual basiliscos relucientes en movimiento. Brisa fresca de noche, ronroneo constante con sabor a diesel, olores irreconocibles invadiéndome de forma inalterable; caminos nunca vistos, oscuridad ciega, permanente.

Atrás… la dejé a ella. Cerré la última ventanilla sin permitirla introducir su cabeza delgada, frágil, angulosa… Se quedó allí arrastrándose, gritando a la noche: ¡No te vayas! ¡No huyas! ¡Español! ¡Te quiero! Aunque ella lo sabía. Debía haberlo presentido. Yo no era carne de su tierra y ni siquiera nací en su religión…

Hay un puerto de montaña en el camino. No aparece en los mapas… ¿O sí? Me vuelvo, busco a Lathia con desespero, pero ella ya no está a mi lado.
Me dijo: “Elige entre una vida aquí en Marruecos junto a mí o huye ahora...”


- ¡Sus ojos verdes! -


Asciendo a lo alto del puerto, arriba me deslumbra una claridad reveladora, es la luna, me mira con amargura. No, aquí no hay almas benditas. Me detengo un momento a orinar. Antes – ¿hubo otros tiempos? – Sí, en que por estas montañas señoreaban leones…


- Su cabello…negro azabache. Espeso como el de aquellas míticas fieras del Atlas, aunque quizá mil veces más delicado… -


¿Les llevaré suficiente ventaja…?
Se trata de los seis hermanos de Lathia, no creo que esto les haya encantado. Vendrán pisándome los talones; conocen bien el terreno. Están en su casa, en su hogar. En cambio yo… Claro, que por el puerto… Por el puerto a nadie en su sano juicio se le ocurre meterse en pleno mes de febrero.


- Amor dime ¿que buscas en mí?
- Solo eso…nada más… Amor -


Voy en dirección correcta ¿verdad Lathia? Sí, sí... Ella me lo dijo.
¡Vaya! ¿Y qué rechina ahora bajo el Land Rover? Me asomo por la ventanilla y las descubro. Son planchas. Mortales planchas de hielo que acechan en cada curva de descenso del puerto. Lo sé. Sé lo que debo hacer. No frenar bruscamente o perderé el control…


- Su piel… oscura, suave, tersa. No debiste perder el dominio. Ja… Demasiada idiotez… ¡Demasiada vida tentándome! Sus senos… sabían… dulces. -


Cuidado, esa curva es cerrada. ¡Uf! Estuvo cerca.

Llego abajo. Ahora me basta con tirar a todo tren hacia el norte, alcanzar la general el Ferry y a España. ¡Menuda aventura!

Transcurridas un par de horas supe algo. La cosa no iba bien. Continué en marcha toda la noche sin detenerme, hasta que lo entendí. Iba en la dirección equivocada. Pero en fin, se lo debía a Lathia. Era lo que yo había querido hacer siempre, así se lo expliqué mientras la amaba. Ella supo entenderme. Y ahora, al fin iba a encontrarme de forma definitiva con el fin del mundo. Dios así lo había querido.


- Y Lathia… ¿me comprendió realmente? -


Los pueblos, había pueblos… Poco a poco dejaron de ser construcciones a base de ladrillos y comenzaron a ser curiosas edificaciones de adobe ubicadas entre palmeras. Empezó a amanecer. La floresta se desvaneció absorbida por las sombras y pasó a transformarse en roquedos que con las primeras luces del alba originaban tonalidades que iban del ocre al marrón. Luego, esos mismos roquedales fueron escaseando, disminuyeron de tamaño y en su lugar una arena fina invadió lentamente la carretera asfaltada hasta hacerla desaparecer en algunos tramos cubriendo todos los espacios.

La carretera ascendió una colina descendió y cuando llegó hasta su base se internó en una enorme explanada donde progresivamente fue desdibujándose hasta desparecer por completo.

Tenía los ojos poblados de arterias enrojecidas. Conducía como una máquina. Ese amanecer tuve el extraño convencimiento de que había dejado de pensar para siempre. Hasta que aquello tuvo que suceder...


- Ah, sus carnes vigorizadas… ¡Maravillosas! -


Pisé a fondo el pedal del freno. Debía ir a más de setenta. El coche chirrió efectuó varios derrapajes y por fin se detuvo atrapado en la arena.


– Brazos enlazados a mi cuerpo, suspiros profundos, fragancias de un nuevo amanecer. –



Salí en silencio y de repente comprendí. No iría más lejos. Estaba a las puertas del fin del mundo. Me subí al capó del auto y fascinado contemplé el desierto mayor que jamás haya visto. Había dunas, dunas infinitas como olas en el mar. Dunas de colores tornasolados… blancos, amarillos grises…


- Solo faltaba Lathia. ¿Dónde quedaban ya sus besos con sabor a dátiles a miel a promesas ocultas? -


Permanecí así hasta las doce del medio día. Entonces oí chirriar las ruedas de varios coches a mis espaldas. No me volví. Supe que eran ellos. Estaban detrás de mí.

Lentamente me incorporé y sin volverme grité.
- ¡Decirle esto a Lathia! ¡Decirle que Juan sin Fronteras encontró el fin del mundo! ¡Y decirle que nunca la dejé! ¡Que la espero allí!

Y ofreciéndoles las espaldas comencé a caminar hacia las entrañas del desierto. Hacia el fin del mundo…



- ¡Te amo Lathia, siempre te amaré…!-



José Fernández del Vallado. Abril 2006.

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domingo, 14 de enero de 2007

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Tras una Bruma Velada.



Mañanas frías de invierno, primaveras brillantes, veranos sofocantes… Cinco años permanecí tras los barrotes de aquel reformatorio. Se trataba de que aprendiéramos a ser mejores hombrecitos.Nos convirtieron en tipos duros, formados en todo, menos en el trato que habríamos de darle a una débil y pura mujer… como la que yo iba a conocer cuando salí de allí.
Me matriculé en la Escuela de Cerámica, el único lugar que cubría el estado, y el único rincón donde pasar desapercibido y sobrevivir lejos de las pandillas del barrio.Recuerdo aquella mañana en la clase de lo alto de la torre. Clase de historia de la cerámica. Segunda clase, estábamos todos sentados y apareciste tú; morena, piel de barniz repujado, cabellos largos, sueltos, ojos grandes y almendrados; con tu impermeable azul oscuro brillante. Una mano aferrada a un paraguas y la derecha en el bolsillo.Te sentaste a mi lado porque era el único lugar que permanecía libre. Y a partir de ahí yo ya no pude hacer otra cosa que degustar tu fragancia a libertad, a promesa a vida, y pensar en ti.
Se sucedieron muchas más clases. Si tú faltabas yo dejaba de escuchar y me convertía en una especie de fósil abstracto. Si tú venías mi corazón se desbocaba, te hacía un guiño, te preparaba una silla a mi lado y tú acudías con una sonrisa que refrescaba y saciaba mi angustia. Tu impermeable radiante y la mano izquierda siempre viva y gesticulante, la derecha en el bolsillo. Y aquella vez en que me quedé esperándote para acompañarte y cruzamos nuestras miradas. Tus ojos insondables cincelados en azabache refulgente impregnaron mi ser con el espejo puro de tu alma. Tu forma de caminar siempre desenvuelta, tu pelo recogido en rodetes perfectos de los que sobresalían pequeños bucles de seda. Pero siempre aquella mano derecha en el bolsillo y yo sin atreverme a preguntar…
Sucedió una mañana a las ocho. Bajaba por el paseo de Rosales, iba raudo hacia la Escuela. Doblé unas escaleras, detrás había un chaflán allí te divisé; forcejeabas con un hombre. Le hacías frente con el paraguas. El hombre estaba de espaldas a mí. Lo agarré por el hombro y traté de hacerlo girar de forma apresurada al tiempo que articulaba.¡¡Oiga usted!! ¡¡Deje a la señorita en paz!!¡¡
La señorita es mi hermana!! Gritó él.El hombre, se volvió de forma brusca me miró y nos reconocimos, en cierto modo con sorpresa. Hubo una pausa de silencio en la que solo se escucharon nuestras respiraciones agitadas. Luego el masculló.¡¡Hijoputa!! Al fin te he pillado. ¡¡Esperaba este momento!!Sacó una navaja. Yo solo tenía ojos para él. Mi mente giraba en tromba. Sabía que era el enemigo más acérrimo de aquel horrible pasado, y lo reconocía, aunque apenas lo alcanzaba a ver oculto tras una bruma velada, pero ya no estaba preparado para defenderme ni para ser luchador callejero. Había dejado de luchar con el físico y ahora lo hacía con la mente..
El hombre no habló más; se abalanzó sobre mí como un animal y me asestó los navajazos. De nada me valió proclamar un ¡basta! Luego, se retiró, le dijo algo a ella que no entendí y salió corriendo. Caí y me dejé arrastrar sobre los escalones y de repente estaba tumbado en el suelo y ella sobre mí. Me acariciaba y besaba y comenzó a llorar. Entonces sucedió algo. Por vez primera pude ver su brazo derecho al completo. Olvidándose de todo lo había sacado de su bolsillo y también me acariciaba con… el muñón donde una vez hubo una mano...
De forma fulminante las cortinas que velaban mi cerebro se corrieron y recordé un atardecer de hace ya años. Había un grupo de críos sucios, abandonados, adictos al pegamento novoprem y al speed; sin más educación que una ley; la validez de la violencia. Rodeaban a una cría de apenas cuatro años. Pretendían darle una lección por ser la hermana menor de su más enconado enemigo.Y yo estaba allí, entre todos ellos. Por aquel entonces el jefecillo de aquel grupo de infelices era a quien todos admiraban por ser el más cruel hijoputa del mundo. Cogí un cuchillo de cocina y mutilé a aquella cría indefensa…
Mi fisonomía no pudo soportar más. Un shock hipovolémico sacudió mi organismo; solo tuve tiempo de decir. Amor amor… ¡¡Perdona…!! Aunque ya no exista el perdón para mí, verdad... Ella sonrió presa del nerviosismo. ¡Era tan hermosa…! Tomé sus manos las puse entre las mías y agonizante, convertido en un pringoso pantano de lágrimas, besé su muñón con todo mi amor…




José Fernández del Vallado. 1 Agosto 2006.

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Vuelo 2002







No tengo historia. No te necesito. El aire me infla las alas y sacude amablemente mis antenas, despojándome de los últimos restos de envoltura larvaria que aún cubrían mi cuerpo. No tengo noción de cuando he volado, aunque hace mucho las luces donde me retuve a reposar, ya no se divisan. Sólo que ahí voy de nuevo, luego de pasar un cable eléctrico. No tengo un plan de vuelo diseñado, tan solo me voy, me interesan las luces más grandes y potentes. Desde lo incontenible y desfasado, atravesando cientos de construcciones amorfas y cúbicas, contemplando decenas de cínicas cordialidades matutinas, arrugas y miradas gélidas y perdidas a través de los cristales de los buses y los enormes ventanales de los sanatorios.No se si alguno más lo habrá captado, pero en esas observaciones se esconden verdades gigantescas, inmensas montañas:Mi raza es testigo y lo fue de aquello, postergado, de lo externo a lo mostrado, lo que no se debe ver, lo que se oculta. De las moscas sobre la sangre de Cristo, de los chicles en la arena sobre el desierto de Irak, del olor a semen en las camas de algún motel. Mis ojos han visto lo que lo imperios niegan, el barro y el olor a axila, los mocos, los ronquidos, los discapacitados física y mentalmente, los busca huesos en los cementerios, en medio de la cofradía de seres planos que como reptiles tratan de sostener la institución. Tantas veces tuve que soportar los palmazos a mis vuelos de aquellos demonios que desde un sillón ordenaban, premiaban, castigaban, enjuiciaban y demolían. Desde allí, sus diafragmas emitían palabras y adjetivos de curiosas y extrañas sintonías. Yo en tanto, con la mierda comprimiéndome los intestinos, cambiaba de colores, banderas y símbolos con tal de que me dejaran en paz. Y resultaba que todo estaba ordenado y escrito como en una opereta. Era sólo una cuestión de roles y claro, actuar para esa audiencia era casi sencillo.Era hasta hoy mi única defensa.Y ahora que puedo volar, ya no me importa si es verde, gris o amarillo, si es una peineta o un cd, si almorcé el 15 de enero, o si el calcetín está roto o limpio. Da lo mismo la gabardina con un botón o cuatro, si son las ocho o hay viento norte, porque al fin y al cabo, sea lo que sea, vendrá de igual modo y aunque intentara negarlo estará allí como todas las cosas que nos otorga el destino. Lo importante es que más allá de lo que viene, mi opción consiste en volar y amar la luz.Más allá veo luces y grietas oscuras y a otros seres alados como yo, que eligen una u otra posibilidad, sin cuestionarse mayormente. Yo seguiré tal vez algunas de sus opciones de ruta, pues soy una de ellos. Y no soy tan diferente. La pobreza de estos tiempos, lo misérrimo de chances, la ausencia de claridad de estos enormes edificios, también a mi me aplastan las ideas y me presionan a elegir una meta rápida.Hay ruidos, voces, risas, estímulos por centenares. Desde lo alto se ve como funciona el gran circo: Unos compran, otros venden, todos mienten. Es viernes porque las pupilas de las mujeres brillan a coito de fin de semana, programado y aséptico. Y los hombres a diferencia de otros días, repletan los bares. Lo cierto que esta noche , cada brillo me seduce y me lleva como un tobogán consumista de energía, de aquí a allá y vuelta a subir y bajar. Vuelo entre sombras móviles, siluetas, cuadraturas, semáforos, luminosos y un sin fin de olores a maní, sandwich, cerveza. En Babilonia voy como una vulgar puta dejándome llevar a lo que sea: Esa es mi libertad y mi condena. Mi contradicción.Si los tiempos larvarios pudieron servirme de algo es que aprendí de almas bienaventuradas, de malditas almas bienaventuradas, a como un demócrata debe ser capáz de tolerar todas las expresiones y opiniones. Que el libre juego de las ideas. Que el pluralismo, que el libre mercado, que el postmodernismo, que la historia a muerto y tantas hojas inservibles. Mi madre debió haber estado borracha de insecticida o aerosol, cuando me hizo devorar tantas de estas hojas, que hasta ahora desarrollé panza. ¡ Inútil panza ¡ Allí se disolvieron políticos, vanidosos, ilusos, fanáticos, fascistas y mequetrefes de la palabra, que gracias a que Dios me dio un buen sistema digestivo, pude cagarlos a tiempo.Aún así, muchas de sus palabras de cuando en vez repiquetean en mi cabeza: conciencia, consecuencia, pueblo, siempre aparecen junto al olor rancio agusanado de los alimentos que piden a la entrada del metro, o rebotan en las monedas de las niñas que venden rozas en las noches, o las releo en los viejos diarios que envuelven el neoprén y la pasta base de la mala allá en Lo Espejo o en Pudahuel. A veces son invitadas a los banquetes de los niños y viejos en los tachos de basura en las afueras de los Mc Donalds. Sí y también las he visto huir despavoridas, parada sobre la cadena trash que implacable vomita su ira de no ser, nunca ser, sobre los cráneos vivos y muertos.Así cansada y atareada me detengo muchas veces al lado de la esperma caliente de los velorios y cumpleaños y he observado siglos de risas y llantos, que en esas penumbras flotan como nubes difusas.Y luego sigo el recorrido, guiado por las estrellas hacia mi destino que no puede ser otro que la luz, que de todo el universo es lo único cierto para mí.Y ahí voy de nuevo.La polilla detuvo su interminable aleteo frente a la gran vidriera fría y húmeda del viejo bar de San Diego. Sus ojillos negros, más abiertos que nunca, fijos en la gran bola de fuego de la lámpara a alcohol a un lado de la barra. Su cuerpo hizo una extraña contorsión para colarse a través de un minúsculo orificio de ventilación a un costado y voló por entre ajenas y enormes cabezas humanas, humo, gritos y aire ácido. El calor era cada vez más intenso y la luz más brillante, pero su aletear no se detenía; y la esfera se venía encima más y más grande y caliente atrapando su pequeña existencia con una misteriosa gravedad de fuego. Sólo cuando estuvo a unos milímetros comprendió que la muerte venía, sensual y tenue, silenciosa y atractiva.Con sus extremidades ardiendo y retorciéndose, envuelta en terribles punzadas de dolor, comenzó a caer. En un postrer esfuerzo trató de incorporarse, pero ya se le iba la vida y ahí se quedó. El mesón de madera olía vino viejo agrio y sudor humano. Más allá al borde de un vaso semi vacío una mosca, burlona le miraba, en tanto una araña se aprontaba a caer sobre ella.En la agonía sus ojillos se fijaron en la entrada. Dos hombres llegaban a beber, uno traía un grueso, ajado y oscuro libro que dejó caer displicentemente sobre el inerte cuerpo de la criatura, la que al ver la inmensa mole que se le venía encima, casi apenas pudo leer Santa Biblia.

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