martes, 6 de marzo de 2007

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Daniela D´orsay, mi Bella Amada Francesa...




Volví a despertar, me asomé al ventanuco y allí estaba otra vez, en medio de la noche, reflejada contra la pálida luz de la luna... Los ojos relucientes, como estelas. Alta, grácil, como una grulla majestuosa. Elevada sobre una duna, con los cabellos ondeando al céfiro; una túnica traslúcida y aquellas manos largas y finas. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa...



Durante días abrasadores aguardaba a que Rafat regresara con los auxiliares de la cruz roja para atender mi herida de metralla, las piezas para reparar el blindado, y el abastecimiento de fuel necesario para unirnos al resto del ejército inglés en la línea de Gazala. Odiaba el lugar donde me encontraba. Sólo estaba aquella arena amarilla que se filtraba por doquier, víboras del desierto, escorpiones y aquel sol implacable. De momento disponía de dos cantimploras de agua, algunas latas de raciones en conserva y un aparato de transmisiones semi averiado, con el que no podía conectar pero sí escuchar los partes de guerra; y según discurría la cosa, la maldita contienda estaba perdida. Así que más nos valdría poner pies en polvorosa cuando volviera. Ya que el Mariscal Erwin Rommel avanzaba de forma imparable en un desierto que parecía conocer mejor que cualquiera de los torpes generales anglo americanos.



Al cuarto día comenzó a preocuparme el olor; no el de mi herida, sino el de Carter, mi compañero de viaje. No… No lo eché de menos, me resultaba un ser grotesco y desagradable. Despreciaba sus estúpidos juegos de palabras, sus risotadas insulsas, sus actitudes groseras. Pero sobre todo que se burlara de mí y de mi querida Daniela D´orsay y alegara que me ponía los cuernos. Y, además ¡qué diantre! El cabrito había tenido suerte hasta en la hora de morir. ¿Que mejor que hacerlo alcanzado por una limpia bala en la frente?



Fue al alba de la primera semana, creo. El simún barrió con fuerza el desierto y no se veía a dos palmos de distancia, cuando aquello… Aquella cosa blanda, gelatinosa, rozó mi semblante. Traté de ver qué jodida cosa era… y no vi nada. Me asusté tanto. Sí, lo confieso, no suelo impresionarme fácilmente. Pero en aquel momento me sentí confuso… aterrado. Como pude abrí la escotilla de la tanqueta y deslizándome a rastras salí de su interior. Desde luego, estaba claro, no pensaba quedarme allí dentro ni un instante más.



Sin embargo, una vez fuera fui consciente de algo esencial; había salido pero ya no era capaz de volver. Quiero decir… el dolor de la herida, sin ninguna droga que lo aliviara, resultaba tan insoportable que me impedía desplazarme. So pena de sentir que me dejaba el vientre en el intento. Aparte sentía las piernas dormidas; sin duda algo afectaba a los nervios o a mis órganos sensitivos. Aunque lo peor de todo no era haber salido, al contrario, me alegraba de haberlo hecho y de poder respirar aire puro, sino que en mi huida precipitada hubiese tenido la pobre ocurrencia de tomar solamente una cantimplora…



Me recosté bajo la sombra que me proporcionaba la mastodóntica mole del blindado y desde allí, no cesé de observar la cima de la duna. El lugar sobre el cual, por las noches, solía ver a mi amada… A mi Daniela D´orsay…



Cien mil veces maldije mi pueril arranque patriotero. Me dejé engañar como un imberbe muchachito. Bebiendo pintas de cerveza, aullando hurras a la patria, y a un honor que ni tan siquiera me fue desenmascarado. Aunque luego, más tarde, en el campo de batalla, supe la verdad. ¡Oh sí! Descubrí de qué materia está compuesto el honor y también, donde puede quedar condenado. Cuando toneladas de bombas y metralla desahogan su armonioso concierto en Do Mayor espeluznante sobre ti, y vomitas del terror. Sí, en Mersa Brega inauguré un glorioso historial de dignidad aplastada por dosis de espanto y de horror. Allí perdí a Eric, a Tomy… Paul.

A partir de ese momento dejé de evaluar. ¿Para qué sirve evaluar? Y menos indagar en los rostros de los muchachos recién llegados. Conocía de sobra la carga de miedo y desconcierto que soportaban. De modo que para qué preguntar sus nombres, prefería llamarlos simplemente de “tu.” Comenzó una larga estampida con Rommel siempre detrás, pisándonos los talones. Después vendrían Trípoli, Cirenaica… y todo continuaba igual, con su imperturbable secuencia de derrotas, sangre, cañonazos, hierros, sudor, sangre, horizontes de lágrimas, puestas de sol ardiente, cuerpos despellejados, lamentos…

Conocí a los hombres del desierto; eran silenciosos en un lugar todavía más silencioso. ¿Alguien me puede explicar por qué hay que guardar silencio en el interior del mismo silencio? “Tal vez yo pueda” me contestó el deplorable Carter. A ver, dime. “Pues está claro. Porque el silencio en sí impone su propio y abrumador respeto…” Y sonrió de aquella forma estúpida. Resulta que eso tal vez fue lo único razonable que salió de su boca en su insulsa vida.



Todo consistía en una carrera de repliegue que iba de pozo en pozo; es decir de oasis a oasis. Había muchos tipos de oasis. Los que conformaban un precioso vergel y todos conocían, por lo cual no eran aconsejables, pues sus aguas solían estar pulcramente envenenadas; y los pozos en sí. Un pozo solía hallarse perdido en medio de un erial de rocas y dunas, y era apenas divulgado por dos o tres malditos tuareg; los cuales, o bien estaban de nuestra parte o de la de Rommel. El juego fundamental y maestro consistía en lidiar con los hombres del desierto. Aunque a menudo fueran ellos quienes lidiaran con nosotros, los engreídos hombres de una desbocada civilización en ruinas. Los había que detestaban tanto a los alemanes como a nosotros. Y si cualquiera se perdía, ya podía ponerse a rezar para no encontrarse con una partida de aquellos altivos camelleros. Pues por lo general, si nos apresaban, no solían tratarnos como a dignos caballeros; pues, aparte de robar nuestros enseres, les agradaba despellejarnos y dejarnos morir, como quien dice, a fuego lento.



Durante días tuve la inexplicable sensación de que nuestra tanqueta navegaba. Resulta curioso pero el desierto puede llegar a parecerse a un océano. En al mar navegas sobre las olas y en el desierto lo haces sobre las dunas. ¡Es igual! Había momentos en que el horizonte se reducía a una impresionante escala cromática de dunas danzando sobre dunas. Y si las observabas con detenimiento, te dabas cuenta de ese detalle: Jamás cesaban se moverse; e incluso unas a otras se atacaban con furia tratando de tragarse y lo hacían. Las mayores devoraban a las diminutas. En cambio cuando soplaba el simún… cuando soplaba aquel maldito viento, todo era diferente. Si no nos deteníamos, acabábamos perdiéndonos y volver a reorganizarnos nos llevaba horas o a veces, días. No obstante al zorro alemán nada parecía afectarle. Invariablemente surgía de la nada y moviéndose como pez en el agua nos hostigaba, nos desangraba, nos arrancaba las carnes… nos martilleaba con sus baterías…



Sucedió después de aquel ataque alemán; en medio del simún. Nos dimos cuenta que habíamos perdido contacto con nuestro destacamento. Le pedí instrucciones a Rafat nuestro guía para que nos condujera al pozo de Ben – Asar. Intuía que estábamos cerca, y así parecía ser. A quienes no presentí aquel amanecer fue a los hombres del desierto. Apostados tras las dunas abrieron fuego contra la tanqueta. Carter tuvo suerte, ni se enteró. El primer balazo penetró por el ventanuco y lo fulminó. Por fortuna tuve tiempo de localizarlos y un par de andanadas bien orientadas los alcanzó de lleno… Menos al valeroso chico que cometió la locura de desplazarse hasta el blindado y colocar la mina anti tanque. ¿Fue un acto de valentía o de locura insensata? Lo abatí de dos disparos. Él, en cambió, mientras agonizaba, murmuró un “Al Hamdu Lellah” (gracias a Dios) y sonrió. Me di cuenta al ver en sus ojos el triunfo. De pronto estalló un petardazo y me desmayé.

Cuando desperté Rafat estaba junto a mí; había tenido más suerte. Me había puesto una gasa en el abdomen y me escudriñaba tranquilo, impertérrito, como si nada. Él no temía al desierto. Estaba en su casa, y cerca estaba el pozo. Iría a por lo indispensable, me dijo. Le creí, creía en la palabra de los hombres del desierto… si la concedían a otros hombres del desierto era férrea y sincera pensé entonces. Pero… ¿y a nosotros? Éramos invasores de su desierto. De aquel lugar que creíamos el más seco y estéril del mundo. Y en el que sin embargo ellos podían vivir y desenvolverse con soltura. Porque al contemplarlo, su mirada no se topaba sólo con dunas y arena, sino con una morada repleta de accesos invisibles para nosotros y que funcionaban como claves para acceder a un caudal de alimentos inagotables. Todo se basaba en aprender a observar. El interior de cada duna almacenaba secretos inconcebibles. Y, ahora, nosotros estábamos allí para robárselos debían suponer y con razón. Ni pensarlo. No estaban dispuestos a dejarse engañar como ratas. Por eso, la mayoría admiraron a Rommel. Porque en el fondo él comprendió y descifró en seguida algunas de las claves secretas del desierto... Su desierto…



Permanecí mirando inmóvil, abrí y cerré los ojos varias veces. No… Esta vez no se trataba de un espejismo. Estaba allí… ¡La palmera! La punta de la datilera sobresalía de detrás de una duna. Había vaciado el agua de la cantimplora y estaba sediento. Debía alcanzar el maldito árbol. El pozo, mi única salvación, estaba a menos de cien metros. Pero no podía hacerlo a pleno sol, moriría de sofoco y abrasado de calor. Sediento, con la lengua hinchada como un estropajo, aguardé al atardecer. El sol comenzó a declinar, me sentí más ligero y con fuerzas. Ya no veía la palmera, pero lo sabía, estaba en ese lugar. Tras aquella duna.Comencé a arrastrarme. Sobre los antebrazos progresaba con mayor lentitud de la que imaginé. ¿Me hallaba tan mal? Creo que tardé cinco o seis horas cuando mi cabeza chocó contra algo. Por fin. ¡El tronco de la palmera! El agua estaría debajo. Tan sólo debía excavar. No tenía una pala, pero me dio igual, sólo era fina y suave arena. Comencé a sacar tierra, extraía sin cesar y mientras, pensaba en un baño entero, colmado de agua hasta los bordes.De pronto me detuve y con un espantoso desaliento fui consciente. ¡No existía tal palmera! Solo era una roca. ¡Una peña grande y maciza! Y a sus pies, había abierto un hoyo considerable…



Volví a despertar. Primero miré al hoyo, y en el fondo… ¡había agua! Comencé a reír en un susurro. ¡Lo había logrado! De pronto el silencio de la oscuridad se quebró con el angustioso piafar de un corcel; enmudecí. Y allí estaba otra vez, en medio de la noche, reflejada contra la pálida luz de la luna... Los ojos relucientes, como estelas. Alta, grácil, como una grulla majestuosa. Elevada sobre una duna, con los cabellos ondeando al céfiro; una túnica traslúcida y aquellas manos largas y finas. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa...



Está vez el corcel no se limitó a disolverse. Al contrario, comenzó a descender galopando con elegancia y ella envuelta en aquella preciosa prenda traslúcida. Una vez estuvo junto a mí extrajo una mano larga y fina, casi quebradiza, y me la ofreció. Realicé un esfuerzo ímprobo pero no baldío. Empleé minutos, quizá más de un cuarto de hora, y cuando logré alzarme sobre mis piernas, con deleite, tomé aquella mano y la besé. Y al instante descubrí aquel tacto frío, blando y gelatinoso, que se pegó sobre mis labios y los cubrió de larvas blancas blandas y repugnantes. Entonces lo supe. Daniela D´orsay, mi bella amada francesa… ¡había muerto!

Proferí un aullido aterrador. Y la mano, revirtiéndose fuerte como una columna de acero, me rechazó. Comencé a efectuar equilibrios al borde del hoyo mientras evitaba caer. Hasta que durante un instante miré aquel rostro y como si me insertaran alfileres, un rayo doloroso penetró en mis pupilas y las vislumbré, vi las cuencas oscuras de la muerte. Perturbado por el pánico perdí el equilibrio y me precipité a la fosa medio anegada. Con las piernas paralizadas y la cabeza bajo el agua, sediento, no pude hacer otra cosa sino comenzar a tragar agua y más agua… y así perecí. Ahogado y saciado de sed hasta reventar en el desierto más árido del mundo.


Y mientras lo hacía, pensé en bajeles desorientados, océanos irascibles de plata de ley, y en como habría discurrido mi vida junto a mi amada Daniela… Daniela D´orsay, mi bella amada francesa…



José Fernández del Vallado. 1 Marzo 2007.

2 libros abiertos:

Xideral dijo...

HOla..

saludos



¿Como llegaste a mi blog?


Curiosamente..
Xideral

Anónimo dijo...

Saludos, gracias por el link, interesantes historias

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