viernes, 6 de abril de 2007

4

La incomprensible senda de la Voluntad.









Juan Germán López tenía más de cuarenta años.
Vivía solo, no tenía familia, ni por lo tanto hijos. Así como tampoco trabajo fijo ni hogar propio. En cuanto a sus amigos, mutuamente se habían ido distanciando hasta arrinconarse en un olvido simultáneo. Vivía en una pensión de alquiler y subsistía de unos exiguos ahorros.
Apartado de la seguridad de un salario fijo y de la rutina, cada nuevo amanecer para él constituía una aventura, pues desconocía lo que la vida le deparaba a la vuelta de cada esquina. Y aún así era feliz.

Antes de eso había sido una persona diferente; un hombre digamos, estándar.

Trabajaba de empleado en una oficina de correos durante once horas diarias, hasta que enfermó. Contrajo un extraño padecimiento que lo indujo a escribir un día sí, otro también, y los demás exactamente lo mismo.

Pero ¿cómo enfermó? No fue complicado. Sucedió al leer una carta que por casualidad se hallaba mal sellada.

Era una mañana ventosa y Juan manejaba la moto. El suave papel transparente se escapó de su sobre, se filtró por un resquicio de la cartera, y cual frágil pluma vapuleada por el viento, salió volando ligero. Juan lo vio de reojo, detuvo la moto, corrió tras el, saltó la verja de un jardín y lo atrapó segundos antes de que se precipitara sobre las cristalinas aguas de una piscina. Y una vez lo tuvo entre sus manos, sin apenas ser consciente, comenzó a leer. Decía así:

“Querido Juan sé que estás muy enfermo.
Amado, también sé que tu familia no me quiere y no permitirá que te vea nunca más...
Pero amor, todo mi amor y cariño permanecen indelebles.
Recuerdo como si fuera hoy mismo lo mucho que nos deseamos, reímos, jugueteamos, abrazamos y lloramos nuestra pura y absoluta felicidad compartida. Todos esos momentos, lo genial que lo pasamos juntos, han quedado grabados con la firmeza inalterable de un cincel sobre una impoluta lámina de mármol. Y no podré olvidarte jamás. Por ello, te seguiré escribiendo siempre. No me importa ya si respondes o no, si vives o mueres, puesto que aunque desfallezcas, para mí seguirás estando eternamente vital y presente, ya que de forma espiritual uno jamás se extingue y su alma siempre continúa ahí para ver, leer y acariciar las cartas que yo te iré - en tu caso- remitiendo.
Amadísimo Juan sólo existe un problema. Es un detalle intrascendente y carente de significación, no te alarmes. Hoy volví a tratar de dibujar un retrato, tu retrato. Lo intenté más de treinta veces y en todas me ocurre lo mismo. Por más afán que pongo no sales tú sino un esquema de trazos desiguales... No acabas de ser tú mi amor…
No te preocupes. Continuaré ensayándolo hasta lograrlo.
Te ama intensamente y para siempre.

Mabel.”


Esa misma tarde, en la oficina, ya no fue el mismo. Su mente, sus pensamientos, sus ideas, su corazón, estaban en otra parte. Todo su ser había partido hacia periplos remotos y desconocidos.
Lo primero que hizo fue comprobar qué había sido del muchacho al cual escribía la mujer, y con consternación supo que hacía más de tres meses había muerto de un cáncer galopante. A continuación pidió la baja y como solía pasar desapercibido, a nadie le sorprendió.

Por la noche al regresar a su hogar, de forma irreflexiva, emprendió dos tareas que jamás había realizado: La primera suplantar una identidad, la segunda, dedicarse a escribir. Tomó varias cuartillas, un bolígrafo y comenzó la ardua tarea. Sin embargo, al redactar, se dio cuenta que era su corazón quien impulsaba y articulaba con precisión sus frases que, cuidadas, pasionales y bien enlazadas, resultaban bellas reflexiones de una persona que se hallaba en pleno éxtasis de amor.
Así lo entendió para cuando terminó de escribir tras más de cuatro horas de esfuerzo.
Cuidadosamente puso su dirección e indicó que, a partir de ese momento, aquel era su nuevo domicilio. Explicó también que todo le iba conforme, y que no había podido escribir hasta la fecha debido a los azarosos trámites del cambio y por vicisitudes, por supuesto, familiares. Pero una vez resuelto todo, y a partir de ese momento, podrían seguir escribiéndose cuanto quisieran sin la menor interrupción.

Desde ese mismo instante un nuevo mundo se abrió a sus ojos y sentidos. Pues dio comienzo un intercambio de cartas maravillosas, colmadas de sentimientos y pasión, y sobre todo, de un amor intenso que comenzó a recibir primero a flor de piel, se introdujo en su interior y se instaló muy profundo, hasta inducirle a estremecerse inmerso en el más absoluto trance de satisfacción jamás percibido con anterioridad.

Por supuesto, no olvidó informarse de los detalles esenciales y presentes en la vida del Juan al que amaba Mabel. Y mientras tanto, poco a poco, mostrándose extremadamente cuidadoso, fue intercalando e insertando fragmentos de su propia existencia.

Pasados más de tres años, pese a su ardua y calibrada estrategia de contención, y por verosímil que fuera la lógica de los relatos que oponía, los desenfrenados deseos de Mabel por volverlo a ver llegaron a ser tan intensos que hubo un momento en que ya no tuvo más remedio que ceder y confesar que estaba repuesto.
Si llegó a tal extremo fue porque, aunque supiera que caminaba hacia el desastre, en parte él mismo deseaba verla, conocerla, y si le fuera posible, aunque sólo se tratara de un instante… rozarla. Le bastaba con eso. Pero entre todos aquellos sentimientos un deseo se abría paso con irresistible tesón, aunque sabía iba a resultar del todo imposible: ¡Deseaba besarla!

Acordaron verse un diecisiete de octubre. El mismo día en que aquel Juan malogrado y ella se habían conocido.

Octubre significaba para Juan, tristeza. Representaba el mes donde las fantasías del verano expulsadas por los recién llegados vendavales del norte, se diluían. Y cuando las cálidas o acaso débiles promesas veraniegas entremezcladas con la amarga laxitud otoñal de los bosques, dominados por un estío en decadencia, comenzaban a declinar lentamente oprimidas por el denso e insoportable efluvio invernizo. Entonces todo el ciclo agonizaba.

Un local junto al mar, allende una playa solitaria. Todo según dispuso ella misma.

Él le refirió, y así tuvo que hacerlo, que debido a su enfermedad le habían operado de cirugía estética radical y tal vez resultara irreconocible. Para su sorpresa ella le respondió que le daba lo mismo cuanto hubiera cambiado de aspecto. Pues según le declaró, a quien se desea con verdadero fervor, resulta fácil reconocerlo entre más de un millón de personas sin dificultad.

Y ahora, había llegado el momento; se hallaba en el lugar.
Era viernes un atardecer, y el local estaba repleto por grupos de jóvenes y parejas que hablaban y se hacían embelecos en torno a una gran estufa metalizada.
Juan se sentía tremendamente nervioso y sobre todo angustiado. No en vano, era consciente. Ella podría estar a su lado y aún así ni siquiera reconocerlo y viceversa.

Una cuartilla acarició su semblante y deslizándose en el aire enfiló hacia la estufa. Antes que se precipitara sobre las brasas Juan la tomó entre sus manos. Era un dibujo, lo observó sin interés y de repente con detenimiento. Era un retrato… ¡Su retrato!

Súbitamente volvió la cabeza y tras él, con las manos depositadas sobre el respaldo del sofá, estaba una hermosa mujer.

Lo supo al instante.

- Sí, yo soy Mabel y tú eres Juan, el del retrato ¿verdad?

Sólo acertó a asentir.

- Supe que mi querido y dulce Juan había fallecido cuando me resultó imposible retratarlo una sola vez…

Él, compungido, balbuceó un dudoso “sí.”

Ella prosiguió.

- Y también descubrí algo más al tratar de rehacerlo una y otra vez. El esbozo que perfilaba era siempre similar y debía representar a alguien. Alguien que sin que yo lo supiera ya estaba ocupando mi mente y mis pensamientos. Y ése eras tú… Aquel ser desconocido que al cabo del tiempo averigüe, trataba de mantener viva mi ilusión y lo conseguía, mediante aquellas preciosas cartas que recibía casi a diario… Tú, mi nuevo Don Juan, mi nuevo amor… ¿Te llamas Juan en realidad?

Él asintió con timidez.

Entonces Mabel, sin dejar de observarlo fijamente con sus bellos ojos turquesa, se acomodó a su lado. Le tomó de las manos y lo hizo. Le besó son suavidad en los labios.
Y Juan Germán López, como un estallido de placer, experimentó una sensación de bienestar que le colmó por entero, y lo supo. Tuvo claro que si ahora era un hombre afortunado, durante el resto de su existencia sería un hombre doblemente dichoso, pero ante todo, inmensamente feliz.


José Fernández del Vallado. Josef. Abril 2007.

4 libros abiertos:

Vivianne dijo...

Enternecedor amigo, palpitante y suavemente dibujado,cada pàrrafo està colmado de dulzura infinita, me a encantado como siempre, besos.

Gi dijo...

Josef.

Uma história extremamente bem estruturada, com uma linguagem poética que me encanta. Adorei cada momento de leitura.

Obrigada Josef

Anónimo dijo...

Una maravilla. Como siempre Josef. Besos. Magda

Anónimo dijo...

Una historia preciosa y tan bien escrita como siempre. Magda m.

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