domingo, 21 de enero de 2007

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El volcán.


Era un ascensión arriesgada y dura, íbamos en fila india aferrados a nuestros piolets que hundíamos en la nieve helada casi con delirio. Lo confieso, yo antes nunca utilicé crampones pero a partir de los 6.400 metros, debido a la continuidad de las capas de hielo, se hizo preciso emplearlos.

Ascendíamos laderas heladas e inclinadas como paredes. Si observaba sobre mí descubría el cielo; estaba ahí, a apenas unos metros, muy cerca, tanto que si quisiera podría incluso palparlo con mis manos. Su azul intenso y poderoso penetraba hasta lo profundo de mi alma volviéndola del revés. En cambio, si miraba en torno a mí, todo era duro, vasto, blanco y vacío. El blanco difuminaba las formas, las deshacía y confundía con el horizonte. El blanco al contrario que el azul resultaba hermético, enigmático e incluso atroz…

Primero el sol brilló con fuerza y ocasionó que nuestros rostros protegidos por las oscuras lentes de montaña, rompieran a sudar. Un hombre, uno de los dos expedicionarios del tandem brasileño, desfalleció. Entre varios lo apostamos al abrigo de una gruta de hielo, lo dejamos con agua y provisiones y delimitamos bien el lugar. A nuestro regreso volveríamos por él.

Según ascendíamos, un viento gélido comenzó a soplar con fuerza. Antes ya había soplado viento, pero no se trataba del viento de ahora, era aquel un viento suave y sin peligro; en cambio este viento traía impreso consigo el sello inconfundible de la muerte y un aviso de que quien dictaminaba era la montaña y nosotros nadie; o acaso meros parásitos que trataban de chupar un pedacito de su jugoso y efímero néctar.

Santiago Areces un chileno, santiagueño de nacimiento, y escalador de contrastado historial, abría paso al frente. Era un hombre que a primera vista aparentaba ser igual a cualquiera, e incluso más frágil. Pero una vez en su elemento, la montaña, se transmutaba de tal forma que nadie se explicaba de dónde sacaba aquellas reservas de tesón inexpugnables. Tras él iba yo con la lengua fuera. No sabía qué hacía allí. Pero aquella hazaña necesitaba de un periodista que la narrara y aquel imprudente era yo. Cubriéndome las espaldas estaba Charlie el australiano de los catorce ocho miles, tras Charlie Paulo Abrantes, otro brasileño fuerte y bravo como Ronaldo el del fútbol, solo que éste, mil veces curtido e irrompible; y tras Paulo Picard el suizo, un monstruo que lo había subido todo e incluso practicaba la escalada libre sobre edificios en las ciudades.

Pero ahora no estábamos en ninguna ciudad, escalábamos el Palta Amarú, el volcán más joven de la historia y también el más alto y peligroso. Un macizo de piedra de 8.600 metros y perfecta arquitectura cónica que se había erigido en tan solo una semana en mitad de los Andes, haciendo trizas los estudios y teorías más avanzadas sobre vulcanología, geología, y demás valoraciones actuales.

La carrera había empezado pronto y ya habían fallecido y fracasado en el intento nada menos que seis expediciones.

Curiosamente ninguno de los que estábamos progresando en aquella pared éramos amigos. Al contrario, incluso había odio y rivalidad entre algunos. No obstante, la casualidad nos había reunido a todos en la base del volcán. Y en tanto unos aguardaban la llegada de sus acompañantes de cordada, la meteorología siempre caprichosa había señalado que el momento tal vez único de tímida paz entre la montaña y el ser humano se daría ahora.

Formamos la cordada observándonos con caras afectadas. Cada cual quería ser el primero en llegar la cima; cada cual excepto tal vez Santiago Areces y yo. Santiago estaba allí porque su estado natural eran las montañas; con él no iban los juegos de ser primero o último, y lo único que tal vez le interesaba era sumergirse en la montaña y lentamente descubrir sus aristas, recovecos, precipicios y formas que dominaban la soledad imperial del lugar, y paladearlas; hoyar con su mirada de azor lo insondable y después de caminar catorce o quince horas, sentarse en un risco pelar una banana en absoluto silencio y estar ahí.

¿Los demás…? Eran distintos… Cazadores de récord arropados en sponsors de multinacionales, forrados de pasta, acostumbrados a celebrar rutinarias francachelas y estúpidas soflamas acerca de sus hazañas. De ellos, el peor aunque se guardara de proclamar su arrogancia era Picard, y lo demostró al alcanzar la cota de los 7.000 metros situándose delante de Santiago mediante una pasada de libro, como si estuviera en las 24 horas de Le Mans.

Sin embargo ¿cuántos de aquellos intrépidos hombres habían acariciado la cantidad de faldas laderas y conos de volcanes que había pisado Santiago? Porque en el caso de jactarse, si es que alguna vez llegara a hacerlo el chileno, eso era de los innumerables volcanes a que había ascendido. En realidad Santiago Areces era, sin títulos que lo avalasen, el especialista en vulcanología por excelencia. Y posiblemente no había en la cordillera andina, con sus más de doscientos volcanes, uno sólo al que no se hubiese aupado. Por descontado que eso no lo tenía claro ni él; lo sabía yo, José Hernández, el único que lo había entrevistado en el que quizá fuera el primer y último diálogo de su vida y de nuestras vidas pensaba ahora agotado y casi aterido.

De súbito Santiago se detuvo y balbuceó
.

“Nieve inestable, peligro de grietas. Alto.”

Picard lo oyó perfectamente pero ni tan siquiera se dignó hacerle caso. Los demás sí, porque al ir tras nosotros no tuvieron más remedio que detenerse un momento antes de pensar en sobrepasarnos.
En apenas quince segundos Picard nos había sacado un espacio de diez metros cuando sucedió. Bajo sus pies gorgoteo siseante la nieve y cedió, tragándose con ella el cuerpo de Picard.

Ahora, ante nosotros, una mortal trampa de nieve se desvelaba al completo. Se trataba de una grieta de unos doscientos metros de anchura y cincuenta de profundidad.

Santiago nos ordenó permanecer en el lugar. Lentamente se acercó hasta su borde y profirió por tres veces el nombre del desafortunado. Nadie respondió y él tampoco dijo más, ya estaba todo aclarado.

Nos hizo una señal y con lentitud comenzamos a bordear la amplia grieta. Cuando la dejamos atrás ninguno se lamentó ¿y hacerlo tendría ya objeto? No, si en cualquier instante la montaña podía tragarnos a todos también.

Nadie más osó adelantar a Santiago. Pese a sus sponsosors y soflamas la mayoría de aquellos hombres sabían que en la montaña individualidad era símil a muerte; y de pronto, sin proclamarlo, percibieron el liderazgo de Santiago.

Mantuvimos nuestras posiciones y cuando estuvimos a 8.000 metros en medio de una ventisca violenta, Santiago decidió establecer un campo base antes de atacar la cima.

Medio derrotados por el temporal emplazamos dos tiendas de alta montaña.
En una descansarían Paulo Abrantes y Charlie en la otra Santiago Areces y yo.
Nos acomodamos y rendidos como estábamos, enseguida el sopor nos venció.

Hacia la madrugada me despertó un espeluznante fragor. Una masa pesada de nieve atrapó nuestra tienda y mis extremidades y supe que habíamos acabado bajo una avalancha. Grité o traté de hacerlo. De pronto percibí algo moverse. Era el cuerpo de Santiago. Estaba sobre mí. Provisto del piolet excavaba con frenesí hacía el supuesto exterior. De súbito se abrió una vía de luz, de aire ¡el exterior! Salimos afuera, la tormenta había cesado pero tan sólo unos metros a nuestra derecha, donde debiera estar la tienda de nuestros compañeros de cordada, la avalancha había barrido la zona de pleno. Excavamos durante una hora tras la cual dimos con ambos cuerpos atrapados, asfixiados, azules…

Yo cedí y abatido ahora sí lloré como un niño sin fuerzas. Entonces percibí un brazo que me estrechaba y una voz me dijo con suavidad:

“Escucha José, sé lo que sientes. Yo también lo he sentido ya miles de veces. Es la montaña. Se lleva consigo amigos y enemigos… Se lleva el amor de las personas. Es egoísta, pues siempre quiere estar sola. Pero yo la comprendo. Es celosa de sus cosas. ¿Nunca subiste a lo alto de un gran volcán?”

“No… no…nunca”.
Dije lagrimeando. La voz persistió inquebrantable.

“Sígueme… Yo te enseñaré lo que se siente. Todo aquello que puedes sentir. Te juro que no será en vano. Y lo haremos por ellos… Ellos también lo deseaban y hubieran hecho otro tanto…”

“¡Subamos al cielo!”

Miré a su semblante y juro que allá arriba Santiago Areces ya no era tal sino un ángel alado.

Me tomó de la mano tiró de mí y comenzamos a caminar en zig zag. Marchamos catorce horas o más sin detenernos y a las seis de la tarde yo vomitando bilis y esputos, él con su semblante impasible, pisábamos la cima.

De los bordes del volcán surgían vapores de azufre. Y al fondo, como suponíamos, una gran laguna de lava ardiente borboteaba sin descanso.

Nos abrazamos sonrientes, como liberados de un gran peso.
A continuación Santiago extrajo algo de su cintura, lo desenrolló y lo clavó en el mismo borde del cráter. Era una pequeña bandera chilena.

“¿Cómo tú un nacionalista exacerbado?” Le dije.

Él me sonrió y añadió.

“No…” Lo hago por mi ex mujer. Ella sí adoraba su bandera.

“¿Dónde… está ahora?”
Le pregunté dubitativo.

Él alzó la mirada contemplándome con seriedad. A continuación se incorporó, extendió los brazos y con la vista perdida en el infinito, exclamó:

“Bien. Ahora que estoy en el más alto de todos los volcanes ya puedo decirlo.
Amor: ¡Yace para siempre en una de estás cimas ardientes. Desde aquí yo te santifico para toda una eternidad!”

Y lo comprendí. Entendí que pese a no ser creyente de fondo, a fuerza de presenciar tantos accidentes y tanto dolor en soledad, Santiago Areces se había convertido en un hombre, aparte de rudo, impregnado de un fuerte halo de misticismo.
Se volvió a mirarme y frunciendo las cejas me preguntó.

“Bueno amigo español. Y ahora que estás en el cielo dime… ¿Te apetece descender al mundo terrenal de los irrespetuosos seres humanos?”

Sonreí por primera vez en días. Encogí los hombros y asentí.


José Fernández del Vallado. Agosto 2006 josef.

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