domingo, 1 de abril de 2007

3

Beatriz.





Era nuevo en el colegio. Comencé a ir a clase en el autobús veintiuno. Me sentaba solo en un asiento de atrás mientras concebía luchas gloriosas entre mis soldaditos de plástico azul; el yankee y el confederado.

Hasta que un día alguien también nuevo se sentó mansamente a mi lado. Entonces cambié mis soldados por las sonrisas y bromas de Beatriz.

Por las mañanas ella no venía, sus padres la llevaban al colegio. En cambio por las tardes, durante la media hora larga que duraba el trayecto hasta mi casa, yo era feliz.

Beatriz era preciosa. Sus ojos grandes y redondos como gemas relucientes, resaltaban vivarachos y burlones y su sonrisa, mostrando su dentadura blanca y naciente, era un vivo murmullo de agua cristalina.

Jugábamos a lo que ella deseara, y no es que fuera caprichosa e impusiera sus manías. Ocurría que yo me sentía incapaz de decirle que no a lo que fuera.

Comenzábamos inventando juegos de palabras y a menudo acabábamos forcejando. Como yo era más fuerte la apresaba por las manos y entonces podía palpar su cálida y húmeda piel. Y así nos quedábamos, contemplándonos primero con arrebatador frenesí, luego en silencio, y al final retirábamos las manos con síntomas de vergüenza inexplicable.

Pasaron dos años y crecimos. Nos aficionamos al juego de ajedrez. Jugábamos partidas rápidas y ella casi siempre me ganaba. Y yo, pese a no querer demostrarlo, terminaba irritándome. Recuerdo el día en que después de ganarme, sin explicarme el porqué, me besó en la mejilla. Me ruboricé. Pero aún recuerdo con mayor tristeza el día en que por primera vez nuestras vidas, se separaron.

Ocurrió cuando después de atravesar una larga enfermedad repetí curso. Desde aquel día ella se volvió soberbia o no le quedó más remedio que serlo, porque así funcionaba la ley en la escuela.

Luego se hizo de ciencias, estudió veterinaria en la Complutense, en tanto yo daba tumbos por la vida sin saber hacia donde me arrastraba el oscuro y denso fluir de los fulminantes rápidos en que me sentía apresado.

Hubo una fiesta atropellada en una casa cualquiera donde por avatares de la vida la encontré. Decidimos escapar del bullicio y en un local apartado y solitario recordamos los años dorados y acabamos sellando nuestras confesiones mediante unos primeros besos de ensueño.

Después una despedida, promesas de conservar viva la relación y nada más…

Pasado un año el reencuentro “casual” se reprodujo en un bar. Ella aguardaba a ciertas amigas y yo otro tanto de lo mismo.
Un par de cervezas, sonrisas, miradas de complicidad, amor y nada más…

Luego más años y otra fiesta en la que por “casualidad,” el chico que organizaba el evento, siendo amigo de ambos, nos permitió quedarnos en su casa. Nos acostamos e hicimos el amor, y a la mañana siguiente estábamos convencidos; ya nada podría separarnos. Desayunamos, nos besamos y acabamos jurándonos amor eterno.

A continuación una despedida más y… punto.

Pasaron ciertos años y hubo un nuevo reencuentro, ahora en un autobús. Yo escuchaba música en un casete con auriculares. Se los puse. Le encantó. Quedamos en vernos. Me insistió en que la llamara sin falta, se lo debía, me necesitaba dijo, y me dejó su teléfono…

Deseaba verla pero no la llamé. No sé por qué… ¡no la llamé!

Transcurrieron muchos más años. Había quedado con mis amigos, era de noche, diluviaba. Caminaba pensando en que aquel era el peor día para salir. En un momento dado acudí a refugiarme bajo una esquina en una plaza oscura, sin apenas iluminación, y allí estaba ella.

Permanecimos mirándonos unos instantes en silencio, como si no nos conociéramos de nada. Entonces yo, sin siquiera mirarla, la saludé y le hice la pregunta inevitable.

- ¡Que tal Beatriz!

- Oh… Hola…

- Y… Cuéntame. ¿Cómo estás?

Se quedó mirándome en silencio. Sólo estábamos los dos. De pronto me observó con una sonrisa irónica y dijo.

- ¿Beatriz? Ya no estoy… Y prosiguió.

- Me fui mientras aguardaba la llamada que nunca me hiciste…

Y yo pregunté.

- Dónde. ¿A dónde te has ido?

Ella bajó los ojos frunció el entrecejo de forma disgustada y prosiguió.

- Lejos… Ahora estoy lejos.

Alzó la mirada. Sus ojos redondos brillaban de una forma extraña. ¿Lloraba? Añadió.

- Escucha, ya no habrá más encuentros.

Y yo, desquiciado, le pregunté.

- Por qué. ¿Porqué no puede haber más encuentros? ¿Por qué no podemos vivir juntos para siempre?

Ella me miró con ojos suplicantes y me dijo.

- ¿No lo entiendes? Mírate. Ya eres viejo y casi un inútil. Se acabó... Es demasiado tarde. Ya no queda nada entre nosotros.

Gimiendo de dolor, le dije.

- Cómo… ¿Cómo puedes ser tan dura? ¿Cómo puedes hablarme de esa forma? Tú que nunca has sido así.

Y ella contestó.

- En efecto, yo nunca he sido así. Porque yo jamás he sido… nada y nada soy… ¿Acaso me ves? ¿Puedes verme? ¡Mírame con atención!

Y mientras hablaba su silueta fue haciéndose más y más tenue hasta desaparecer diluida en el turbio contraste de la oscuridad…

Solo entonces lo supe con conmoción y padecimiento. ¡Beatriz había escapado! Había huido para siempre de mi vida, de mi mente, y de de mi… locuaz clarividencia… Puesto que tan sólo había existido en mi devastadora imaginación...

José Fernández del Vallado. 1 Abril 2007.




3 libros abiertos:

Vivianne dijo...

Eres un prodigio mi estimado, no cansa ni aburre leerte, pues todo lo que escribes està finamente bordado, excelente,besos.

Gi dijo...

Josef,

Um passeio pelo caminho das memórias que nós próprios vamos construindo a longos da vida. Desejos que tomam forma de tão intensos que são. Como a Beatris...

Resto de um bom doa Josef. Estranhei nunca mais teres aparecido...(tinha feito umapergunta sobre o livro que escreveste sobre o Egipto e nunca respondeste!)

Anónimo dijo...

hermoso escrito el final me dejo en shock...




besitos

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