viernes, 15 de junio de 2007

1

DUNA.


Ahí estaba… solo. Siempre lo había estado, sin ser capaz de acostumbrarse a la soledad. No obstante, por vez primera, tuvo la extraña sensación de encontrarse a gusto en su aislamiento. Algo le hizo reírse sin saber bien el porqué. Tal vez se riera de él mismo, de su absurda situación, aunque a lo mejor no era más que satisfacción de saberse allí. Sí – podía ser – se dijo a sí mismo. Y prosiguió sonriendo con mayor complacencia si cabe.

Estaba sentado en la cima de una duna, en el desierto del Sahara, en algún lugar fronterizo entre Marruecos y Argelia. Había vuelto al desierto, a su desierto anhelado, para presenciar fascinado su impresionante vacío, o quizá para evocar en silencio sus ya olvidados días de felicidad. Hacía cuarenta años estuvo allí. No exactamente en el mismo emplazamiento, ya que aquello era prácticamente imposible. A no ser que en su día se hubieran tomado referencias desde un satélite y posteriormente se hubiesen medido parámetros y calculado en qué dirección y cuántos metros se había desplazado la duna durante ese periodo. Probablemente ahora se hallara descansando sobre cualquier otra altitud. Dado que aquello era un mar de dunas y las dunas se desplazan en la tierra al igual que olas en el océano. Eran muchos años, pensó. Serían casi las tres cuartas partes de su vida, pues no albergaba sobrepasar el cercano cenit de los setenta. Se sabía viejo y enfermo, sin apenas fuerzas, y en realidad se estaba muriendo. Era plenamente consciente del hecho.

Pese a mostrar cierto desasosiego, deseaba adivinar cómo iba a ser el momento en que habría de codearse con la muerte. ¿Reaccionaría? ¿Suplicaría por su vida? ¿Advertiría diferencia entre estar vivo o muerto? ¿Lo sabría?
Sin duda lo discerniría, pues ahora podía tener la certeza de estar vivo a través de sus actos: transpiraba, hablaba, sentía… Aunque en ciertos momentos aquello no fuera más que una vaga intuición.

Inmerso en sus pensamientos se preguntó. ¿Qué le había inducido a volver a ese lugar? Él, quien lo había encajado todo en la vida. Viéndose involucrado, en ocasiones, a luchar por conservar su vida; e incluso, comprometido a asesinar a sangre fría. ¿Y qué era la sangre fría? No, nada era cierto. La sangre fría no existía. Sólo era un concepto, un término urdido por el hombre para definir un estado hipotético. Aunque si se diseccionaba a fondo dicho concepto, un sentimiento permanecía insondable, omnipresente, y pese a resultar sencillo de pronunciar era… tan duro de sobrellevar. Lo vio con claridad: ¡Miedo! Aquello sí era tangible. Podía palparlo de muchas maneras y además, de cuántas maneras...
En parte aquello le indujo a realizar cuanto había hecho en la vida y también, a destruir lo que se había interpuesto. A fin de cuentas, en qué residía el juego de la existencia sino en una sucesión de vida y muerte, resolvió.

Volvió a echar de menos las horas perdidas, desperdiciadas en inútiles combates. Y percibió, que aunque él ya no estuviera, de alguna forma seguiría hallándose siempre. Si bien, si le fuese concedido vivir por más tiempo… Aunque tan sólo fuese constituyendo materia orgánica, o más exactamente, pensó con amargura, desecho inorgánico. No volvería a repetir las mismas atrocidades.
Pero era tarde ya para suplicar. Para volverse a mirar atrás. A partir de ese momento no se sentía ligado a nada, ni a nadie. No tenía ataduras ni por lo tanto, responsabilidades. Por el contrario era libre de hacer lo que quisiera. Y por una vez lo hacía. Había vuelto a África, su continente secreto. El último lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlo. Y aunque lo hicieran ¿qué importancia podría tener ya?

Pese a todo, nadie le juzgaría. Al menos, no serían personas manchadas de sangre como él quienes lo hicieran. Sería esa tierra, esa arena descarnada y en apariencia despojada de vida, quien irónicamente y por sí sola, se encargara de hacerle contraer su deuda con la vida.

Una leve brisa sahariana comenzó a soplar y alborotó sus cabellos canos. Como suaves telas de araña, cubrieron en parte sus severas y ajadas facciones. Con manos temblorosas realizó un infructuoso amago tratando de retirarlos; se le enredaban y le penetraban en los ojos. Unos ojos gris azulado, que contemplaban dilatados la desoladora belleza del paraje agreste. Le costaba creer que todo siguiera igual después de tanto tiempo. Sobre todo, cuando las cosas cambian con desigual rapidez. Pero en el desierto, reflexionó, el tiempo no importaba y su espacio permanecía inmutable tal y como lo recordara desde siempre. Con las mismas dunas de líneas sinuosas, zigzagueando, describiendo semicírculos, coronando movedizas pirámides. Las mismas dunas de colores tornasolados: naranjas, ocres, amarillas intensas o mortecinas. Sin duda, en tanto la mano del hombre no las violara, seguirían siendo eternamente hermosas.

Tuvo sed y abrió la cantimplora. Apuró el último sorbo de agua en su reseca garganta, pero no aplacó su sed. La garrafa con el agua aguardaba abajo, en el interior del Land Rover. Ahora apenas un punto en el mar de arena. Allí también le esperaba Amhed, resguardado bajo la sombra protectora de una indolente palmera que desafiaba la mortal aridez de la explanada desértica.

Amhed no subiría. Sus órdenes tajantes eran permanecer allí pasara lo que pasara. Y Amhed respetaba las razones del viejo testarudo, su señor desde hacía años. No subiría. Y Dios le guardara de incumplir su mandato.

Transcurrieron horas en las que discernir si el tiempo discurría o no tan sólo estaba marcado por el lento declinar del sol, que acercándose imparable hasta la línea crepuscular, fue sumergiéndose en ella.

Al hombre le zumbaban las sienes y empezó a sentir el dolor de unos labios agrietados. En ese preciso momento recordó la mandarina que le aguardaba en el interior de la mochila; sin poderse contener, la tomó. Pero cuando la tuvo en su mano, comprobó que era en exceso pequeña para aliviar la sed. Inconscientemente la elevó hasta la altura de sus ojos y la comparó con el sol, al que sólo pudo mirar de frente gracias a sus lentes oscuras. Sí, era diminuta al lado del astro; en realidad cualquier cosa resultaba insignificante en presencia de la constelación de ardiente fuego nuclear. Sin embargo, era de un naranja intenso, casi rojo, similar al sol en dicho momento. Exhibía un tono desafiante. Como si retara a la estrella o quizá tan sólo la imitara a aquella hora del atardecer. Con su redondez exagerada, casi perfecta. No la abrió. Sencillamente la depositó sobre la cima de la duna y liberándola, la dejó deslizarse hacia el lado que la curva oscilante de la arena tuvo el capricho de ceder. La mandarina se escurrió pendiente abajo y desapareció absorbida en las tinieblas de la noche.

Cerró los ojos, y experimentó una rara y a la vez reconfortante sensación de bienestar. Y cuando volvió a abrirlos de nuevo, vio al sol fundirse en el horizonte y desaparecer engullido por las fuerzas de la tierra.

La noche sobrepasó al crepúsculo y la luna alcanzó su cenit. El hombre sintió un frío lacerante, que transformó sus exiguas y exprimidas gotas de sudor, en pequeños témpanos a la deriva que vagaban por su abultado cuerpo de viejo.

Más abajo, del infierno, surgieron cientos de hogueras y formaron una cadena de puntos luminosos que titilaban indecisos en la oscuridad, en tanto trataban de proporcionar algo de calor al frío rostro de dudosa candidez de la luna. Entonces se oyó el tambor del Tuareg, acompañado del triste lamento del chacal. Y a lo lejos, procedentes del vasto erial, se sumaron muchos más. Hasta que alertado, el fragor del simún, mediante su aliento, una por una extinguió las incipientes llamas, y solo permanecieron cenizas incandescentes.

Aquello duró parte de la noche, derivó en un incongruente susurro y finalmente cesó.

Al amanecer continuaba en lo alto de la duna. El más absoluto silencio lo envolvía y abrumaba. No había un ápice de brisa, no se oía el canto de pájaro alguno, ni cualquier rumor por leve que fuera delataba la presencia de vida humana o animal. Puesto que en semejante entorno, pocos seres vivos son capaces de sobrevivir. El hombre sólo escuchaba latir su corazón.

Luego vino la aurora. Y cuando el primer rayo del alba comenzó a despuntar bañando las rocas de luces mortecinas, al hallarse sometidas al brusco cambio de temperatura, chirriaron su indigno sufrimiento. Ese rayo también señaló al hombre, y su débil corazón extenuado de angustia, no aguantó más...

José Fernández del Vallado. Abril 2006. Arreglos mayo 2007.

1 libros abiertos:

Fujur dijo...

supongo que estos escritos son más debotos de lo profesional que de lo novato. Un abrazo!

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