martes, 15 de mayo de 2007

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Convulsión.








Podía sentirlo. Me fallaban las energías. Caminaba a escondidas en un paisaje tallado por estructuras amorfas, metálicas. Entonces recordé.

Sucedió hace décadas. De repente una mañana de primavera el ambiente se colonizó con cientos de mariposas. Las hallaba de los tonos más vistosos e incluso voluptuosos: leonadas, naranjas, blancas, esmeraldas, marrones, rosáceas, etc. Nadie supo ni pudo explicarse de dónde habían surgido. Revolotearon embelleciendo el paisaje durante un solo día, y a continuación, sucumbieron. Aquel día acompañé a Marta a una exposición sobre el cambio climático. El despliegue de matices nos pilló por sorpresa y nos ayudó a enamorarnos más el uno del otro, de nosotros mismos, de la vida y su misteriosa naturaleza.

Lo del cambio climático por aquel entonces era ya una enfermedad desatada e imparable, y la manifestación de las mariposas, resultó ser uno más entre los acontecimientos que se reprodujeron en un Planeta moribundo.
La humanidad tuvo la culpa. Cerró los ojos mientras consideraba con arrogancia y dejadez que al final todo se solucionaría. Como es natural, semejante grado de desidia desembocó en cataclismo.

Yo no fui mucho mejor. Me limité a recluirme en mi hogar. Mi casa era un espacio de naturaleza que sobrevivía milagrosamente inmerso entre una vorágine de hierros y civilización como un islote olvidado. Aunque cada vez más disminuido dentro de su propio ecosistema.
Marta me visitaba y me informaba de los desastres. Ya que fuera sólo ocurrían desastres, no podía ser de otra forma.
No recuerdo el día en que comencé a hacer el recuento. ¿Qué recuento? OH, es sencillo. El de la naturaleza que poblaba mi islote.
Constaté tres parejas de conejos, una de liebres, siete ardillas, veinticuatro palomas torcaces, tres pájaros carpinteros, una vieja abubilla, dos tortugas comunes, trece verderones, siete verdecillos, dos jilgueros y la joya de mi jardín: un ruiseñor.
El ruiseñor, un macho adulto, trinaba las madrugadas de cada primavera con la confianza… Sí, el hecho que de forma obsesiva y tenaz alumbrara la esperanza de encontrar pareja… máxime cuando Marta dejó de aparecer por casa…
Sospeché que debía hallarse enferma a partir de la primera semana. Entonces, una mañana, de forma repentina dejé de sentir a mi exótica fauna, y en su lugar una sombra alargada se proyectó sobre mi hogar ocultándolo a los rayos del sol.

Me asomé por la ventana y ahí estaba. Un esqueleto monumental, cuyas estructuras metálicas y afiladas sobresalían componiendo ángulos de difícil simetría. El metal todavía resplandecía. Pero pronto, en cuanto su fugaz utilidad llegara a su término, sería una masa herrumbrosa y mortecina como las demás.

Lo vi posarse sobre el marco de la ventana. Trinó dos veces y cayó exhausto ante mí. Mi perra ladró con asombro y pavor. Su instinto la indujo a presentir que aquella mañana no era igual.
Tomé al ave con delicadeza entre mis manos, la arropé y deposité en una caja con agujeros; hice la maleta y sin pensarlo dos veces me puse en camino.

Mientras esquivaba desalentado las horrorosas formas metálicas, recordé dónde estaba la casa de Marta. Era un barrio nauseabundo, enfrascado entre avenidas cubiertas de hollín.
La encontré abandonada en la cama, sudaba. Le hice tomarse un antibiótico, la recogí y le pregunté por su vehículo.

Subimos a los enfermos, yo y la perra. Conduje durante días sin detenerme. Atravesé fronteras corruptas. Cuando no era lluvia ácida y constante la que teñía de amarillo el parabrisas del vehículo, un sol mortal abrasaba mis brazos y hería las pestañas de mis ojos.

Un anochecer nos detuvimos para descansar y a las cinco de la madrugada todo volvió a ser diferente; el ruiseñor resucitó en su trinar. Creí que estaba en el interior de la caja pero descubrí que, repuesto, había logrado escapar y cantaba desde la rama de un árbol sobre nosotros.
Cuando el primer rayo del alba despuntó en el horizonte, una hembra de ruiseñor se posó junto a nuestro amigo y ambos partieron.

De pronto sentí a Marta junto a mí. Me volví a mirarla y la encontré sonriéndome con dulzura; ella también se había restablecido. Miré a mi alrededor, todo era verde y floreciente y estábamos solos. Sin duda habíamos dado con un paraíso pensé; éramos como Adán y Eva. De súbito me surgió la pregunta.
Como Adán y Eva pero ¿en qué clase de paraíso? En el de la Creación o en el del Apocalipsis…

Besé a Marta. Y a partir de ese momento dejé de hacerme preguntas sin sentido.



José Fernández del Vallado. Josef. 14 Mayo. 2007.


1 libros abiertos:

Vivianne dijo...

Que cosas nos da la vida, y tu magicamente la expones sublime e idilica, la amenaza ya está con nosotros la hemos forjado queriendo no darnos cuenta, no haciendo nada para remediar la destruccción, es una bella historia, enhorabuena...

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