jueves, 12 de abril de 2007

2

El renacer de Alweka


Barriada vieja, calles angostas, puertas menguantes, sin quicio y astilladas. Casas de barro desmenuzado y ladrillo se abren a descampados oscuros como grietas de un infierno disoluto.



Y en medio, cual naves sin rumbo, farolas...
Cuando no se hallan quebradas sus haces iluminan epidermis amarillentas, bajo las cuales, se esconden residuos de seres humanos de apariencia mortecina o excitable.



En el ángulo que forma el muro de dos casas derruidas, una hoguera. Cajas de madera inservible sacian lascivas lenguas disfrazadas de matices, cuyo delirio ilusorio, presta calor pasajero a unas adolescentes tendidas en el suelo. Cubren sus cuerpos con una gruesa manta de tejido; descansan del par de días que llevan en vela sin cesar de fornicar.



De pie, otra chica más joven, cubre mediante una chaquetilla desgastada su volumen resuelto y delgado. Su cabello trenzado cae por su espalda y casi roza la abultada curvatura de unas nalgas apretadas, ceñidas por una minifalda elástica, de talla ínfima, como su insolente atrevimiento trece añero. Estira sus manos largas, con dedos como remembranzas de raíces quebradizas; tratan de robar un soplo de aliento al calor.
Una cartera beige pende de su hombro, calzado de tacón de quince centímetros, medias oscuras y a cuadros, cadenas de oro, crucifijos al cuello, anillos en los dedos y aretes en las orejas…



Es Alweka casi mujer pero niña, de senos generosos, pezones dilatados, piernas pulidas, cadera quebrada, cutis ataviado cual arlequín policromo de lujo y una mirada de ébano.



Una noche cualquiera, un día cualquiera, de un mes invernal de su primer año en un país que se dice civilizado.Aguarda a un cliente. No conoce otro trabajo, sus dientes de leche castañetean como los de una calavera sonriente ante cada coche que se detiene, y canturrea la misma melodía:

– “Alweka guapa. Buena haciendo amor. ¿Pasar rato feliz?”



Desfile de conciencias ahogadas en alcohol, despojadas de toda vergüenza. Carcajeantes, ordenan se aproxime y muestre su perfil. Ella obedece. Le soban el cuerpo. Algún que otro viejo amargado se detiene, la recoge y Alweka soporta con descomunal estoicismo, unas ávidas manos transpiradas sobre su piel e inútiles forcejeos de un babeante borracho por gozar lo que nunca logrará...


Alweka no sabe qué es el cariño, en realidad nunca lo supo, jamás tuvo tal oportunidad. No diferencia entre un mimo y un guantazo, nadie se lo enseñó. No conoce lo que es un beso bien entregado, porque las mayores le aseguran que sólo podrá besar al hombre que la ame, si alguna vez se diera el caso. Por lo cual tampoco sabe, y jamás supo, qué es el amor verdadero…


De su pasado conserva tres ajadas fotos. Supone que son de sus padres, alguien se lo dijo alguna vez. Es todo cuanto tiene. Con insólita devoción las contempla a todas horas.


Nadie la enseñó a soñar y sin embargo ninguno se explica como es que un día aprendió a anhelar su tierra. Aunque tampoco supiera cómo hacer para volver a un lugar del que tan sólo evoca una designación que a ella misma le resulta extraña. Pero por una vez en su vida, decidió improvisar. ¿Estaba haciéndose mayor?


Una noche cualquiera, de un día cualquiera, de un mes invernal, dicen que hizo auto stop.


Transcurrieron varios meses y un día cualquiera, de un mes en pleno verano y a pleno sol, la encontraron en la garganta de “Despeñaperros.”


La hallaron en cuclillas, abrazada a sus rodillas, en posición fetal. Tenía los ojos cerrados, la boca apretada, los labios cortados y el cuerpo cubierto de sangre, sudor y moratones. Estaba allí, petrificada, mientras aguardaba su suerte sin emitir un solo lamento de lástima.


La llevaron a comisaría y la interrogaron con traductor. No tenía papeles dinero ni pasaporte. No abrió la boca más que para pedir agua y comida. Dos meses estuvo en la misma situación hasta que averiguaron su procedencia. Entonces hicieron lo que deseaban: La embarcaron en un avión de carga y la enviaron de vuelta a su país.

Al recibir la noticia sus amigas no se entristecieron, sino al contrario. Se reunieron y alborozadas – lloraban de la alegría – comenzaron a entonar una bella melodía en la cual proclamaban que su alma había vuelto a renacer pues tuvo la suerte de ser de nuevo niña.

Despojada, eso sí, de las riquezas materialistas del mundo supuestamente civilizado, pero inmensamente dichosa en felicidad, hoy Alweka retoza en libertad su sencillez por los verdes paisajes de su patria…

José Fernández del Vallado. Josef. 11 Abril 2007.

2 libros abiertos:

Anónimo dijo...

ahi ke tristeza el destino de esa pekeña ke kallo en manos ekivokadas, pero siempre despues de la tormenta llega la kalma, y esta vez la cerrastes kon un broche de oro esperanzador, hermoso relato gracias por el viaje...



un besote

Anónimo dijo...

Siempre al día en tus escritos, tienes un don especial para escribir tremendamente bien,te felicito vas a lograr más escritos maravillosos. saludos Joselito

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