miércoles, 9 de mayo de 2007

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Capitán Kazuo Nakamura.






El capitán Kazuo Nakamura aparte de no comprender el inglés no entendía el significado de aquel desenfreno. Estaba sentado tras un cristal blindado en la sala del juzgado, saturada de gente, y se sentía aparte de cansado, hastiado de escuchar declamar en el eléctrico inglés que pronunciaban, a un oficial tras otro. A Kazuo Nakamura todo aquello le parecía un embuste y se impresionaba del grado de rimbombancia al que habían sido capaces de llegar los occidentales, y en concreto los americanos, tras salir victoriosos de la contienda. Por otra parte, era plenamente consciente de que había cometido cinco asesinatos, pero confiaba en el convenio de Ginebra y estaba seguro de que al ser considerado prisionero de guerra, sería estimado inocente y devuelto al Japón.

El capitán Kazuo tenía cuarenta y cinco años y llevaba veinte sin pisar su país. Habitando en estado de beligerancia en una diminuta y boscosa isla perdida en el confín del Pacífico. Aguardando noticias de sus mandos y del desarrollo de la contienda. Sus diez compañeros de comando, por una u otra razón: malaria, disentería, triquinosis de los cerdos salvajes que cebaban para alimentarse, enervantes disputas, fallecieron. Luego, un día de 1945 el transmisor cesó de funcionar. Y eso fue todo. A partir de ahí dio lugar una larga y monótona soledad que se extendió por un periodo de veinte años.

Kazuo Nakamura consideraba que no había hecho nada por lo que tuviera que ser hallado culpable. Tampoco era un hombre especialmente violento. Era alto y delgado, en realidad más alto que la talla normal del japonés medio. Su tez era blanca como la harina, sus mejillas dos escollos sobresalientes y en sus ojos negros y complacientes, podía leerse con facilidad el Atlas puro de la vida.

Era verdad. Los cinco americanos a los que decapitó no iban armados con fusiles sino con machetes, un par de pistolas convencionales, y un cartucho de señales; el traductor también le explicó que no eran militares sino guardacostas de la división de narcóticos, procedentes de una embarcación que escudriñaba a la búsqueda de contrabandistas de estupefacientes. ¿Y qué? Qué sabía él o qué tenía que ver con aquellos malditos estupefacientes que jamás había visto, aparte del opio que probó una sola vez en compañía de colegas de estudios durante un viaje a la ciudad de Kyoto. Naturalmente, y por si acaso, decidió omitir el asunto de Kyoto. Pero había explicado hasta la extenuación lo que ocurrió.

Aquellos hombres lo apresaron al atardecer, cuando dormitaba tranquilamente su siesta diaria. Sin más preámbulos lo vapulearon y amarraron a una de las viejas sillas de bambú, y comenzaron a interrogarlo mientras lo abofeteaban. Uno de ellos, asiático como él, sabía algo de japonés. Por eso llevaba la voz cantante en el asunto. Nada más verse atrapado, Kazuo Nakamura supuso que se trataba de un comando enemigo. El asiático, un indonesio o malayo de rasgos aviesos, no cesó de preguntarle por sus compañeros. Y cada vez que manifestaba que habían muerto, con una correa de cuero oscuro y desgastado, lo golpeaba en el rostro. Llegó un momento en que el dolor se hizo tan insoportable, que a Kazuo no le quedó más remedio que mentir y alegar que sus compañeros habían salido de caza y volverían al día siguiente.

Al enterarse de la noticia de su confesión los demás americanos carcajearon entre sí como macacos exaltados, chocaron las palmas de las manos de una forma muy extraña, y se dispusieron a pasar la noche allí mismo.Kazuo supuso que lo vigilarían, pero se equivocó y asombró al comprobar sus arrogantes extremos de confianza. Parecían persuadidos de tenerlo tan impresionado que daban por sentado que no cometería la más leve tentativa de escapar. Arrinconándolo a un lado, se olvidaron de él y situando a un solo hombre en el exterior para que montara guardia, desparramándose por la choza, se durmieron como críos insensatos.

Kazuo Nakamura explicó a sus interlocutores en la sala de interrogatorios durante cuarenta y ocho horas, sin que se le permitiera dar una sola cabezada, los detalles. Los hombres que lo escuchaban le parecieron en principio educados. Iban vestidos con elegantes trajes de franela e incluso de raso; de sus cuellos pendían coloridas corbatas de tonalidades joviales, en sus manos anillos de oro y pedrería, y algunos, incluso lucían pendientes.Y aquellos trajes… como los que hubiera deseado tener si no le hubiese tocado vivir una vida de perpetua guerra acechante...

Tras media noche de esforzados manejos, de madrugada, Kazuo consiguió liberarse de las ataduras. Se deslizó con destreza y silencio. El silencio en el cual había aprendido a manejarse y convivir en la selva durante años de supervivencia, enredado en aquel enmarañado laberinto. El kunyomi (katana) permanecía en su lugar; lo tomó. Lo demás resultó fácil. Dormían tan profundamente relajados. Le pareció muy extraño. Pero lo hizo. Uno a uno los fue decapitando. Según su particular forma de apreciar la situación, se trataba de su vida o la de ellos. Estaba enzarzado en su guerra, y en la guerra no suele haber segundas oportunidades. Sólo cometió un error grave. No comenzar por el hombre de fuera.

Cuando salió al exterior casi se dio de bruces con él. Tenía el machete entre sus manos, el cuerpo flexionado y aguardaba en tensión; sin cesar de acecharlo con ojos dilatados por el espanto. En principio se enfrentó a él. Antes de iniciar el combate, Kazuo se inclinó con objeto de ejecutar la reverencia según el Bushido (código de guerra japonés). Pero cuando alzó la cabeza el hombre había salido disparado y huía como una rata de cloaca. Corrió tras él pero estaba muy cansado y no logró alcanzarlo.
Llegó a presenciar como la embarcación arrancaba y desaparecía en el horizonte.

Dos días más tarde la isla se pobló de americanos vestidos de azul oscuro que lo rodearon y apresaron.

El jurado pronunciaría pronto la sentencia. El proceso se acercaba a su final. Podía intuirlo. No habría más preguntas, ni conversaciones banales y aburridas. Mientras aguardaba recordó el tiempo pasado, anterior a la guerra. Cuando conoció a Haneki Saki y tuvo la posibilidad de contraer matrimonio. Entonces sí fue un hombre afortunado. Un viejo pariente lo reclamó desde su pueblo Kanazawa para que fuera a Nagoya, donde el hombre, sin descendencia, tenía un tinte y teñía telas para la alta sociedad. Trabajó muy duro; tanto, que sin dudarlo al fallecer el familiar, habría heredado de aquél el local y hubiera podido casarse. Su vida habría sido muy diferente… La de un hombre rico con esposa e hijos. Y no habría tenido que ir nunca a la guerra. Pues al convertirse en financiero, su labor en pro de la patria quedaba justificaba y satisfecha mediante el cometido de la empresa.

Haneki Saki no acudió a despedirlo al puerto de Nagoya. Recordaba su desplome del día anterior, cuando se lo dijo. Mintió y le contó que iría cerca, a una misión en las islas Kuriles. ¿Cómo explicar que ni siquiera sabía a donde lo destinaban…?

No... No había quien entendiera a los occidentales. De una u otra forma saldrían ganando, pensó. Observaba sus rostros impasibles, la teatralidad de sus caras calcadas como gotas de agua... putrefacta. No había visto demasiados blancos en su vida, pero después de pasar unos días junto a ellos, estaba convencido de que muy pocos eran realmente sinceros.

Permaneció sentado como una estatua de mármol, con el rostro hierático, mientras el juez leyó el veredicto. De igual forma recibió la noticia. El intérprete le explicó y aclaró que dado que la guerra había finalizado hace veinte años, acababa de ser sentenciado a muerte por ser considerado homicida, no sólo reincidente, sino “en serie.”

De golpe salió de su mutismo, inclinó la cabeza y solicitó hablar. El juez le cedió la palabra. Se inclinó nuevamente un par de veces, y dijo.

- Dado que he sido declarado culpable, exijo se atienda mi petición de morir según el código Bushido.

El juez mirando de forma inquisitiva al traductor quiso saber los detalles. Cuando el intérprete le explicó que el reo deseaba morir mediante la ceremonia del Hara kiri, mostrando un característico rictus de superioridad occidental, dejó claro que no procedería a tolerar dicho género de salvajismo. Y declaró que el reo sería ejecutado en la silla eléctrica, un método por lo demás – señaló – mucho más avanzado, eficiente, indoloro y etcétera, etcétera…

Kazuo Nakamura fue ejecutado una semana después. Murió en silencio, no quiso hacer declaraciones. La electricidad corrió por su cuerpo durante algo más de un minuto. Se convulsionó contra las correas y su rostro se volvió encarnado. Un olor acre, a carne quemada, envolvió la sala en la cual se encontraba. Un imbécil que estaba presente, dijo exaltado:

“¡Hoy vivimos en una civilización mucho mejor!”





José Fernández del Vallado. Josef. Mayo 2007.

2 libros abiertos:

pobre capitan...bien dicen que las cosas se ven segun con el espejo que se mire (o era algo parecido)...lo cierto es que el occidentalismo esta invadiendo todos los espacios...

impresionante historia Jose,

un abrazo

Vivianne dijo...

Que gusto me da leerte, es como ver una pelicula, no se te escapan detalles, urdido en forma magistral, una imaginación a toda prueba, excelente, susurros sureños para ti...

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